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El mundo de Taylor

La primera vez que vi a John Taylor me pregunté de dónde sería. Unos ojos muy pequeños, delgado, bajo de estatura, el pelo cano y desordenado, el andar caribeño, la piel tostada y un acento indescifrable.

4 de julio de 2017 Por: Melba Escobar

La primera vez que vi a John Taylor me pregunté de dónde sería. Unos ojos muy pequeños, delgado, bajo de estatura, el pelo cano y desordenado, el andar caribeño, la piel tostada y un acento indescifrable. Antes de saber que su madre era pastusa y su padre de Providencia, ya me había dejado una sonrisa honesta, de dientes amarillos y ojos brillantes, tan convincente y sincera como todo cuanto provenía de él.

Con su andar relajado se acercó a mí y me dejó una chocolatina en el bolsillo. No imaginaba entonces que nos haríamos amigos. Menos aún que se convertiría en una persona definitiva en mi vida.

Pasaron los años. Lo veía en Bogotá o durante el ‘Hay’ en Cartagena donde se hacía un encuentro del Ministerio de Cultura. Conversábamos entre una reunión y otra, casi siempre de manera entrecortada, así fui acumulando chocolatinas en los bolsillos y datos fragmentarios: que estudió nueve semestres de Ingeniería Mecánica en la Universidad Nacional, que se fue a viajar por el mundo, que recorrió Suramérica, que viajó en un barco y llegó hasta Dinamarca donde se casó con una danesa que al cabo de unos años le rompió el corazón.

De ingeniero, pasó a marinero. A bordo de un barco viajó por Europa y Asia. El mar Negro, la India, Turquía y Egipto, fueron algunos de sus destinos. De allá se vino cargado de historias y especias que usaba para preparar las más deliciosas comidas en su choza frente al mar, donde hace seis años tuve el privilegio de pasar unos días. “Te invito a mi shanty”, me dijo, y yo sin pensarlo llegué a su casita diminuta y caótica, llena a rebosar de libros, artesanías, computadores estropeados, vinos frutales, chutney y vinagres hechos por él, su dulce de ciruelas, su vino de tamarindo, la radio siempre encendida, el mar de los siete colores al otro lado de la ventana por donde entraban la brisa y los insectos. Fui una de las pocas personas que vivió en su choza, que tuvo el privilegio de compartir su mágica cotidianidad, tan anacrónica, tan sin afán ni ornamentos.

Ahí probé el pescado que él mismo pescó y preparó en su estufilla de una sola hornilla. Y ahí pensé por primera vez que John era un sabio y había tomado en la vida todas las decisiones correctas: no cargar equipaje innecesario, ni convertirse en amo ni esclavo de nadie.

El sabio John fue profesor de matemáticas en la escuela de la isla, años más tarde empezó a dictar los talleres de escritura. Con el afán de recuperar el creole, hace un par de años empezó el montaje de una obra de teatro con actores naturales. En la isla, John era quien podía arreglar un aparato electrónico, lo mismo que escribir un libro de cuentos, hacer artesanías o traducir la historia de Providencia al español. Nunca entendió de categorías, ni de barreras, o por decirlo de una manera menos enredada: siempre hizo lo que le dio la gana.

Hace una semana John nos dejó para siempre. “Sabía sacar cosas buenas de las personas”, me dice su hermana Sonia. Y cuánto entiendo lo que me quiere decir. “Vivía bajo su propia ley”, dice su hermano Jimmy, “y en sus viajes sólo llevaba comida, nunca ropa”, recuerda el menor de los ocho hermanos.

John deja una pena alegre, pues pensar en él no puede ser otra cosa que un momento feliz y cargado de inspiración. Sólo puedo pensar en cuanto me dio sin cansarse ni esperar nada a cambio. Él era así. No entendía de transacciones, y eso de dar esperando algo a cambio no existía en su mundo. Buen viaje, maestro. Cómo te vamos a extrañar.

Sigue en Twitter @melbaes