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Siento una voz que me dice...

Cada vez que muere un viejo, con él se va un mundo,...

14 de abril de 2016 Por: Medardo Arias Satizábal

Cada vez que muere un viejo, con él se va un mundo, el patrimonio inapreciable de tiempo y memorias acumuladas, tantas veces más valiosas que cualquier libro.Quizá por ello he tenido siempre la buena amistad de un mayor de 80 años. Cuando se fue el poeta Helcías Martán Góngora, con él viajó parte del Siglo XVIII y todo el XIX. En esa sucesión de amistades plenas de sabiduría, están Luis Eizaguirre, el profesor de literatura, chileno, que heredé de Alfredo Bryce Echenique en Connecticut, y Carlos Alberto Caicedo Arboleda, el padre de Andrés Caicedo Estela.En una noche de fin de otoño, me llamó Bryce desde Madrid para legarme su hermandad con Eizaguirre, a la postre el estudioso más conocido de su obra. Al día siguiente estaba el académico en mi puerta, para iniciar un coloquio que nos llevaría por esos pueblos costeros del norte, en invierno, hasta la noche del 31 de diciembre de 1999, cuando recibimos el milenio, como niños, en los caballos del carrusel de Bushnell Park.Con ‘Carberto’ Caicedo la amistad se dio por motivos gramaticales. Experto en cazar errores en los diarios, tuvo una columna llamada ‘Gazapera’, donde comparecían diariamente las más conspicuas plumas de Colombia. “No lo he podido pillar en flagrancia”, me dijo un día, e iniciamos entonces una camaradería que nos llevaría por los mercados de Popayán en busca de papa silviana, o por los patios secretos de la Calle de La Pamba, donde todavía lo trataban como a un niño.Vivía en medio de grandes diccionarios, libros, anécdotas y chascarrillos caucanos, y fue uno de los primeros en celebrar el prodigio de los ordenadores. En ello, estaba más actualizado que los jóvenes. Todavía conservo el manual que hizo copiar para que me aficionara, sin temor, al nuevo lenguaje cibernético.He dado en recordar a estos queridos viejos que ya no están, a propósito del documental ‘Todo comenzó por el fin’, de Luis Ospina, donde la figura de Andrés Caicedo y la de Carlos Mayolo, ocupan un espacio principal. La proyección de este filme mereció un aplauso el pasado domingo en Chipichape; reconocimiento a un tiempo que se ve hoy como un paraíso perdido, la ‘Belle Epoque’ de la cultura caleña. No conocí al autor de ‘Que viva la música’, pero me aproximé a su temprana criba intelectual a través de su padre. Carlos Alberto hizo ‘lobby’ en su familia para que me delegaran el honor de escribir la biografía de quien es hoy una de las figuras literarias más conocidas de Colombia. El encargo recayó finalmente en el escritor chileno Alberto Fuguet. Andrés Caicedo bautizó su ópera prima con el título de una canción de Ray Barreto: ‘Que viva la música’; fue uno de los primeros caleños sintonizados con los ritmos Caribes que hervían en la Nueva York de los 60 y 70, lo que luego llamaríamos salsa. Su hermana Rosario le enviaba desde el norte estos vinilos que luego fueron sagrados, de colección. En la película de Ospina, ella y otros protagonistas de ese tiempo, ayudan a armar el rompecabezas de las razones del suicidio, un tema que hasta hoy permanecía en los linderos del mito. La cámara viaja hasta Barcelona para encontrar a Clarisol Lemos, y entonces se agolpan los recuerdos, la sustancia de un mundo que ya no existe; el viejo Café de Los Turcos, Pablito, el mesero, la belleza desafiante de Paloma Lemos, la rumba de la ‘divine gauche’.Ahora que la ciudad es dueña del hermoso edificio de Coltabaco, es el momento de pedir este espacio para la cultura. Que se convoque la curaduría de Miguel González y Hernando Guerrero, para reeditar la bellísima experiencia de Ciudad Solar, donde florecieron tantos sueños artísticos. Lugar ideal para abrir un espacio de reconocimiento a Caicedo, el escritor más importante de Cali junto a Jorge Isaacs.Sigue en Twitter @Cabomarzo

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