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Memorias del ‘corte Humberto’

Ingrata tarea la de Pacho, el celador paisa del Colegio Pascual de...

8 de octubre de 2015 Por: Medardo Arias Satizábal

Ingrata tarea la de Pacho, el celador paisa del Colegio Pascual de Andagoya en Buenaventura, quien debía avisar a la rectoría, todos los días, quién llegaba con el pelo largo, para ser notificado con carta a los padres y orden perentoria de motilada.Debo admitir que la peluquería siempre significó para mí un sufrimiento. La parte más noble de esta historia tuvo que ver con los tiempos de infancia cuando nos peluqueaban en casa. Jacob, el barbero, un negro de voz grave y manos expertas, venía a domicilio y mi padre le pagaba por ‘el lote’, pues éramos siete varones los que nos sentábamos por turno en un banquito. Jacob, que era barbacoano, llegaba con unas mantas blancas que nos metía por la cabeza; triqueteaba ahí con sus tijeras, hasta ver caer una tarde oscura como su propia risa.Jacob almorzaba con nosotros y no era consciente del grado de sufrimiento que nos causaba, pues su corte, quizá herencia de la Segunda Guerra Mundial, era una afeitada total de cráneo, en el que sólo quedaba una motita a la altura de la frente. O sea, quedábamos como soldados. Evitaba mirarme al espejo por varios días para no tener que llorar. Este original estilo de motilada tenía además un nombre de capirote: El ‘corte Humberto’.Pero, la oferta peluquera en el puerto era abundante; por alguna circunstancia que desconozco, los mejores barberos venían de las orillas del río Telembí, y no eran sólo varones. En la calle Sor Vásquez estuvo por mucho tiempo la peluquería de Doña Taura, la misma que atendía a la muchachada en compañía de su hija. Taura parecía un personaje de Cervantes; abría temprano y cantaba canciones como “Están clavadas dos cruces/ en el monte del olvido/ por dos amores que han muerto/ que son el tuyo y el mío…” Era alta y recia, de ojos verdosos, y hacía su oficio con un mandil de cuero. Mantenía lustrosa una vieja silla ‘Koken’, de la que colgaba una badana donde afilaba sus barberas mientras silbaba tonadas españolas. En la puerta de su peluquería ofrecía mangos y pepepán. Entonces, casi todas las peluquerías del puerto tenían junto al marco de la puerta, los cilindros en color azul, rojo y blanco, que distinguían estos lugares, con el aviso ‘Barber Shop’, que aseguraba clientela marinera.En las inmediaciones de la Galería Central estaba la peluquería de Gallito, un tolimense que había llegado al Pacífico huyendo de la violencia. Gallito parecía un poeta del Siglo XVIII; se había dejado melena y hablaba sin parar. Este fígaro no tenía ni la menor idea del asunto, y no peluqueaba sino que trasquilaba. Uno de los peores insultos en el colegio era: “Lo peluquearon donde Gallito”.Ya en el área de la Calle Valencia estaba el Ñato, un peluquero silencioso de quien decían, había caído de una avioneta en pleno vuelo contra la catedral del puerto, y por ello había perdido la nariz.En el centro, cerca del Café Chino, estuvo siempre Fulton, un barbero tumaqueño que atendía más que todo a los marinos. Tenía un mostrador bien surtido con Old Spice de Shulton, mentolada, talcos y piedra lumbre para refrescar el cuello y evitar la picazón. Su peluquería, de altos espejos, estuvo siempre iluminada hasta el inicio de la noche.Pero, nuestro peluquero favorito era un viejito de cabello gris, al que mi padre bautizó ‘Andrés Soler’, como el actor mexicano. Tenía su sitio en el Hotel Estación y después de recibir el pago por ‘el lote’ a cada uno nos devolvía 1 peso, que nos alcanzaba para avena con pastel en la refresquería del asturiano José Fernández.Esos tiempos, no volverán.

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