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Más tabaco que Chanel

Debería existir un tribunal internacional para sancionar a los hoteles que ofrecen en Internet lo que no son

19 de enero de 2023 Por: Vicky Perea García

Debería existir un tribunal internacional para sancionar a los hoteles del mundo que ofrecen en Internet lo que no son, con fotografías espectaculares y a precios convincentes.

Podría hacer una Guía de Hoteles Cutres, pero no los mencionaré porque es probable que aún existan, y debo concederles el beneficio de haber mejorado en el tiempo. Acostumbrado a comprar tiquetes de avión y reservas de hotel por Internet, me he llevado más de una sorpresa.

El palmarés se lo lleva un hotel de Río de Janeiro, que aparece en la pantalla como un lugar idílico donde los guacamayos vienen a desayunar contigo y les van dando, lentamente, trocitos de papaya. Las habitaciones parecen del George V de París y el buffet de frutas es ilimitado en este “bed and breakfast”. El precio no podía ser mejor.

El taxi que va desde el aeropuerto hasta ahí, no puede dejarte en la puerta. Después de bordear la bellísima Avenida Atlántica, va mucho más allá y te deja en un recodo de barro colorado con la recomendación de tener cuidado en el camino al idílico hotel. El punto es que para llegar hasta ahí debes subir con tu maleta al cerro de Botafogo y atravesar una favela. Yo que siempre había citado estos lugares como arroyos del mundo, sin conocerlos, al fin estaba aquí, en una auténtica favela. De las casas salían niños desnudos a toda carrera, mamás que llamaban a gritos, viejas en bataloca con una bacinilla en la mano, gente que husmeaba desde las ventanas. Ya sabían hacia dónde me dirigía. Al llegar di gracias de salir ileso y una pareja me recibió en la puerta con una amplia sonrisa: “¿Qué tal el viaje, mucha turbulencia desde Nueva York…?”. Turbulencia era la que iba a vivir esa noche. Temprano empezaron a sonar tambores de macumba por todo el cerro de Botafogo y por las ventanas entraban zancudos que parecían murciélagos vampiros. Querían mi sangre y creo que también mi alma. Me armé con una almohada y amanecí así, dándoles totazos contra las paredes. En la mañana una mesa con frutas -ningún guacamayo amigo cerca- compensó en parte aquella noche espantosa. Al volver a NY, el propietario del hotel se negaba a llevarme al aeropuerto, algo que estaba acordado en el contrato. Yo había comprado en Río una vara de bambú de cuatro metros de longitud, de esas que usan los pescadores en la playa de Ipanema, y pensé, quizá, su negativa tenía que ver con la vara, la que aún doblada era difícil de llevar en un Land Rover. Finalmente llegué puntual a mi vuelo con la promesa de nunca más visitar ese lugar en mi vida.

En otra ocasión debía ir a París con mi hija para matricularla en la Sorbona. Abrí el ordenador en mi casa de Estados Unidos, a la búsqueda de un lugar bueno, bonito y asequible. Nunca había estado en esa ciudad dividida en “arrondissement” (distritos), perfectamente estratificados. Escogí un hotel que no era el de Vallejo cuando puso a secar sus húmeros en invierno, ni era el Plaza Athénée, con sus almirantes de librea y corbatín en la puerta. Se veía confortable, con chimeneas ahumadas y flores en las repisas. Llegamos ahí en ese momento en que el sol corre por los techos y se esconde detrás de las cúpulas sombrías de las iglesias.
Un joven muy solícito tomó las maletas y subió raudo con ellas a un tercer piso. Al abrir la puerta, la atmósfera era como de tabaco y Chanel, pero más tabaco que Chanel. Los baños tenían una cadena que era necesario tirar desde la parte superior y, creo, no habían alcanzado a tender las camas. Era como si Baudelaire acabara de revolcarse ahí con sus flores del mal. El piso de la habitación dejaba ver un tapete entre vinoso y polvoso con pequeños orificios, huella de colillas de cigarrillo; quizá “Gitanes”, el equivalente francés del Pielroja.

Mi hija tomó aire de una ventana entreabierta y me dijo: “Papá, no si estás pensando lo mismo que yo, pero debemos huir de este lugar lo más pronto…” El concierge se había quedado en la puerta, como si conociera nuestra decisión y bajó raudo, nuevamente, acostumbrado quizá a esta rutina. En la recepción devolvieron a mi tarjeta lo que había pagado y tomamos un taxi al Quartier Latin donde, gracias a Santa Juana de Arco, nos recibió una mañana esplendorosa con croissant, huevos en cocotte y mermelada en la mesa.

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