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Lugar común y originalidad

Por muchísimo tiempo y antes de que aparecieran las escuelas de periodismo,...

6 de agosto de 2015 Por: Medardo Arias Satizábal

Por muchísimo tiempo y antes de que aparecieran las escuelas de periodismo, la aventura de la crónica estuvo plagada de lugares comunes entre los incipientes cronistas de los diarios, los mismos que de cuando en cuando e inspirados por los vientos del Nuevo Periodismo, decidían transgredir las ‘rígidas’ normas del periodismo escueto, y se lanzaban, este sí lugar común socorrido y sin salvavidas, al ‘proceloso mar’ de la literatura, de la ficción en medio de la realidad.Quizá una de la formas más habituales en el inicio de una crónica periodística, es aquella que sitúa al protagonista en el terreno de insondable, de los inesperado, convirtiéndolo, por obra y gracia de un socorrido giro idiomático, en ‘víctima’ de una situación particular.Aquí está el ejemplo: “Roberto Durán nunca imaginó…” (se emplea también, sin pudor, el “nunca pensó”, que aquella nube negra posada en el horizonte, era el anuncio de la inundación que acabaría con “La favorita”, la tienda que heredara de su abuelo…”El cronista avezado pulverizó, desde luego esta forma, hace mucho tiempo, y se lanzó a iniciar su pequeña obra maestra con un diálogo, con el movimiento de la mano del protagonista, con el olor del aire en la vecindad, o sencillamente, con los ladridos cercanos o lejanos de perros callejeros. O, por qué no, con los acordes de guitarra que escapan de un bar o una cantina, cuando se trata de relatar un hecho criminoso. El aroma urbano.Después de fallecer en enero de 2010, el escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez, se dio a conocer una crónica que no publicó nunca, acerca del escritor J. D. Salinger, autor de El Guardián en el Centeno. Me temo que esta quedó inédita, por el encabezamiento que la distingue. Para que observen, también las grandes plumas cometieron pecados, comentario que hago, sin desconocer a calidad del texto del Jefe de Redacción de Primera Plana, el primer periódico argentino que dio cuenta de la calidad literaria de García Márquez:“Nunca imaginó Jerome David Salinger, ni siquiera en el terreno mágico de sus ficciones, el perverso poder de la correspondencia. Tal vez por rechazar otros frentes (entrevistas, fiestas sociales, conferencias), descuidó el flanco epistolar que terminaría por destruir su preciado anonimato de 30 años…”. De viejas rancheras mexicanas, de los peores valses del sur, de la letra retorcida de boleros que más parecen casos policiales, de toda esa cauda callejera que tributa diariamente al río del idioma, se alimenta, por vía directa, el habla popular.Dos ríos paralelos empujan el idioma; el oficial, legalizado por los sellos académicos, desde España, y cada una de las naciones que dan culto diario a la preservación del lenguaje, y el clandestino, el de uso muchas veces mayoritario, que convierte en ‘fufurufas’ a las prostitutas, y en ‘veteranos’ a los mayores de 50.Los primeros atisbos literarios del poeta adolescente o del joven cronista, cargan ese lastre, a veces por mucho tiempo, como un barco que va contento entre las olas, pero con ese peso que no lo deja arrimar a ningún puerto seguro. Si tiene suerte, el artista cachorro lograr sacudir a tiempo de ese sobrepeso, y emprende la búsqueda de un lenguaje que lo distinga, de una palabra labrada por el agua y el tiempo, ajena a las rémoras. Alguna vez Gabriel García Márquez, precisó que “la poesía es la que cuece los garbanzos en la cocina…”Nada más cierto; sin ella, no existe el gran filme, la fotografía que pueda llamar a la evocación, a la mínima emoción, al recuerdo; tampoco la obra de teatro, ni el vuelo en los cuerpos de ballet, ni esos ángeles azules de Chagall que parecen tocar a nuestras puertas cada vez que amanece, ni la obra sinfónica, ni la canción, ni la novela, ni la crónica periodística.

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