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Inocencia del cerdo

Cumpliendo con los propósitos de enmienda de comienzos de año, he decidido...

6 de enero de 2011 Por: Medardo Arias Satizábal

Cumpliendo con los propósitos de enmienda de comienzos de año, he decidido crear una fundación, sin ánimo de lucro, denominada ‘Fundemarra’, Fundación para la Defensa del Marrano.De todo lo que parece prosaico, me queda, de las pasadas fiestas, la memoria de tres maneras de matar a un cerdo.La primera tiene que ver con la infancia; recuerdo el momento en que mi padre se levantó precipitadamente, a las cinco de la madrugada, con el propósito de indultar a un cerdo.El animal había llegado, bebé, en una caja, desde el puerto de Valparaíso. Lo había traído el tío Rubén, entonces mayordomo de la Flota Mercante. Era rubio, el cerdo; cuando abrimos la caja, para pasarlo al chiquero, mordisqueaba una manzana. A poco andar, se volvió mascota y aprendió algo de las maneras corteses de los perros. Traía el periódico con un cómico bamboleo de hocico, movía la cola a los visitantes simpáticos, y gruñía, por el contrario, si no encontraba buena vibra.Lo llamábamos ‘mono’ y también ‘chino’; creció tan alto como una vaca, y abría la trompa saludable y contento cuando le poníamos la manguera. Al momento del sacrificio, un 23 de diciembre, rehusó morir. Cuando vio al matarife se alzó en dos patas, puso las delanteras en los hombros del bruto, y empezó a llorar, que no a chillar, hasta que mi madre pronunció la histórica invocación: “Gonzalo, vaya y salve a ese animal...”. Para ella, como para mi padre, con el ‘mono’ se iba parte de nuestras vidas. Un marrano chileno noble y bueno, que otro día había correteado con nosotros, convencido -¡oh candor porcino!-, que moriría de viejo.La verdad es que ‘chiquito’, el matarife, no lo pudo matar porque no le encontró el corazón; tocó llamar a ‘Barranquilla’, quien apareció sereno en casa, con un puñal diminuto, y despachó al chileno en silencio, con una punzada breve.La segunda muerte del cerdo, es la que una vez me narrara Iván Olano. Culminaban los años 60, y cerca de su casa, en las inmediaciones de las que serían piscinas panamericanas, se mezcló al amanecer el chillido del cerdo que sacrificaban en casa de los Sanín, con las trompetas de la orquesta de Richie Ray.La tercera muerte tiene visos trágicos. Ocurrió en Tumaco, dice mi hermano. Una familia hizo llamar a un matarife aprestigiado como el más veterano. Este gañán tenía la particularidad de matar cerdos con espada, como un curtido torero. Le hizo seis o siete lances por el morro, buscándole el corazón, pero el animal continuaba ileso, correteando por toda la casa. Derribó sillas, electrodomésticos, mordisqueó las lámparas y, en su desesperación, salió a la calle como buscando el viento del mar. El carnicero, avergonzado por su huidiza presa, la emprendió a machete, ya barbarizado; convirtiose el cerdo en herido jabalí, zaino rabioso, con artillería de dientes a diestra y siniestra. El matarife creyó tener la solución: “¡Echémosle agua caliente”, gritó, y así se hizo. Con el agua hervida en el escozor de las heridas, aquellos chillidos quedaron en la historia de Tumaco.Así como existe una liga para defender al toro de lidia, los colombianos debemos suscribir un código de honor que permita, en festividades de fines y comienzos de año, dar honrada muerte al marrano. Cerdo que muere contento, costilla de buen sustento. La carnicería de estos días, no sólo llena de chillidos el cielo de Colombia, sino que también acongoja el espíritu.Al fondo, si bien lo ven, el cerdo es inocente.

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