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Habemus escritor

Cuando supe que Iván Olano Duque había obtenido una mención en el...

13 de diciembre de 2012 Por: Medardo Arias Satizábal

Cuando supe que Iván Olano Duque había obtenido una mención en el Premio de Ensayo más importante de Cuba, no me llamé a sorpresa. Entendí que la sangre deja huellas, compartidas, hasta alcanzar categoría de hermandad, situación que me unió a su padre, Iván Olano Henao, y que llenó de palabras y conceptos la infancia de quien presentó ayer su primer libro: ‘Variaciones sobre la embriaguez’. De ese estado febril de los sentidos que nos hace cantar, bailar, abrazar amigos, nos dejó varios ejemplos Dylan Thomas y también el tiempo amigo que nos ungió como ‘jóvenes’ y nos llevó a visitar orillas insospechadas, a explorar el mundo con ojos abiertos.Luis Fernando Tascón tiene un recuerdo lejano de esa liturgia que celebramos este 12 de diciembre: Iván, el padre, va en un borrico por los montes y sus pies no alcanzan los estribos; años después adquirió en Bucaramanga un óleo del pintor Manolo Torres, al que llamó ‘retrato anticipado de mi vejez’ una calle larga, empedrada, de noche, y un anciano detrás de una mula, rumbo a la cuesta, con una lámpara en la mano. La calle está a media luz y tras los visillos se adivina una vida que duerme, un músculo que descansa mientras los cascos hacen música debajo de las estrellas.Iván padre se fue antes de repetir esta escena, pero estoy seguro que marchó por esa misma calle en la noche insondable de los que no regresan, y llevó su lámpara, para buscar, como Diógenes, la verdad de los hombres.Era Iván Alberto un niño cuando en compañía de su padre probábamos vino entre la niebla de la vía al mar, y salíamos a la noche para herir levemente la piel de un limón y comprobar que el limonero da su perfume a quien lo ama y al que está ebrio de fraternidad con la humanidad.Pero no sólo la conversación y el vino nos unieron: también la gula. Quizá porque éramos más jóvenes y gozábamos de un desbordante apetito, podíamos comer y conversar hasta que nos sorprendía la madrugada, por las calles de Cali.Alguna vez hicimos el ejercicio de componer canciones al alimón para dejarlas en las mesas de los centros artísticos, con la esperanza que los serenateros las encontrarán y les pusieran música. Y cantábamos a coro una canción extraída de las ficciones de Guillermo Cabrera Infante, esa composición que se repetía en todas las vocales como si fuera una lengua urgente, un invento que llamaba al juego y a la risa: “Yo te daré/ te daré niña hermosa/ te daré una cosa/ una cosa que yo sólo sé: ¡Café!”.Y claro, más de una vez lo vi llorar en una mesa de ‘La Cueva de la Ranas’ por la madre de Iván Alberto. Era sólo su novio, entonces, y la llamaba amorosamente “Luisa eme”. De escuchar una canción en francés que hablaba de la Plaza Roja en Moscú, surgió el nombre de la hermana mayor de Iván Alberto: ‘Natalie’.Como ven, esto, más que la presentación del libro de Iván Alberto, es una variación acerca de esas recónditas embriagueces que preludiaban ya al escritor y ensayista que hoy saludamos. Una pequeña historia de familia, de hermandad, que me permite estar aquí, al lado del hijo de uno de mis amigos más queridos, en la espera dulce y serena del fin del mundo.En ‘Variaciones sobre la embriaguez’ entenderemos mejor el sentido finito de la historia, la materia de la que está hecho el tiempo, el fin de las vanguardias, la locomotora de la música y del arte como vehículo para entender mejor la condición humana. Brindemos por la huella indeleble de la sangre, y por esta noche en que Iván nos contempla risueño con una copa en la mano y la cítara en la diestra.(Palabras pronunciadas en la Biblioteca Departamental).

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