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Diciembre viene con mangos

Diciembre tiene una particular manera de anunciarse. Donde vivo, por ejemplo, es...

19 de noviembre de 2015 Por: Medardo Arias Satizábal

Diciembre tiene una particular manera de anunciarse. Donde vivo, por ejemplo, es necesario retirar los autos de una calle cercana, porque los mangos caen sobre ellos y disparan las alarmas.Diciembre trae cosecha de mangos por todo Cali; se pudren en las aceras y traen este perfume viscoso que se parece a la infancia; pero antes de este bodegón dorado que hace rodar sueños sobre los techos, mientras llueve, y dispara la codicia de los carretilleros con sus varas -a veces bajan los racimos a pedradas- octubre trae, siempre, ‘cosecha’ de cucarrones. Dan bandazos contra las lámparas, se meten entre los libros y hacen en el piso su danza de élitros. Los de aquí son pardos y un tanto bulliciosos; los del Pacífico eran verdes, con sus caparazones doradas, daban la impresión de ser pequeños dioses derribados, talismanes egipcios. Los atábamos con hilo negro y volaban, zumbones, sobre nuestras cabezas, para luego ser liberados por las ventanas. Como las luciérnagas, con las que hacíamos lámparas en botellas; nunca más volví a extasiarme en su luz intermitente, la misma que apareció ante mis ojos, muchos años después, en una noche de verano en el Medio Oeste norteamericano, en la luz azul de Champaign, Urbana, Illinois.Pero, también hay algo en el atardecer, en ese brillo que Valencia describió como el momento en que las cosas “brillan más”, que nos anuncia el fin del año. Mientras declina el día, suben desde la calle los atabales del demonio, la viuda y sus deudos, niños que bajan de las laderas y hacen sonar un monorrítmico tambor; el maléfico baila con un tridente, menea la cola, la viuda llora entre convulsiones, acaricia su abultado vientre, una pelota vieja bajo el luto.Allá en el puerto eran los matachines que asustaban con su carángano tembloroso montado sobre latas. El demonio salía a repartir látigo “a los niños necios”, mientras en San Rafael, el convento de las Vicentinas, las monjas, entre maitines, armaban un pesebre de madreselvas, con una mula de tamaño natural y ojos desconchados. En la mitad del convento un naranjo dejaba caer el rocío blanquecino de unos frutos amargos. Al fondo del pasillo lustroso, la hermana del general Alfredo Vásquez Cobo, parecía seguir con su mirada, desde un retrato, a los chiquillos que acomodaban pequeñas figuras de plástico en los caminos de Belén; ahí ciclistas, indios emplumados con el hacha en alto, soldados que disparaban desde tierra hacia blancos ignotos, entre rebaños de ovejas y riachuelos de papel plateado. Sor Vásquez siempre estaba mirando. Había abandonado toda comodidad en Cali y Buga, para ir a socorrer a los más pobres en el Pacífico.Entre Nueva York y Connecticut, en los bosques, van por estos días bandadas de ‘wild turkeys’, pavos salvajes, muy apreciados por su tamaño, más no por su cocción. Son de carne dura, firme, trofeo de cazadores, y hacen muchísima diferencia con sus hermanos de granja que repletan por estos días los supermercados. El últimos jueves de noviembre, cada año, toda Norteamérica se entrega al rito del ‘Thanksgiving Day’ -Día de Acción de Gracias- donde el pavo dorado al centro de la mesa, es el rey de las cenas. La festividad conmemora la llegada de peregrinos ingleses a América; es en su origen una fiesta religiosa, pues a través de ella se da gracias por la nueva tierra. La historia dice que estos peregrinos fueron recibidos por nativos ‘amistosos’, que los homenajearon con pavos.Es tanta la migración entre el sur y el norte en los últimos 30 años, que el Thanksgiving Day, como el Halloween, son ya fiestas que hacen parte de los rituales de fin de año aquí en el sur.Llegó diciembre y no lo pudimos evitar. Con su luz, con sus lluvias fugaces, con su hatillo de recuerdos.

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