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A cuidar la casa

Una de las encíclicas más sabias de los últimos tiempos es, sin...

30 de julio de 2015 Por: Medardo Arias Satizábal

Una de las encíclicas más sabias de los últimos tiempos es, sin duda, la reciente ‘Terra Nostra’, que en buena hora ha dado a conocer el Papa Francisco. Reproduce ahí unos versos de San Francisco de Asís, del Cántico de las Escrituras, escritos en 1224: «Laudato si’, mi’ Signore, per sora nostra matre Terra, la quale ne sustenta et governa» (Alabado seas, Señor, por nuestra hermana, la madre Tierra, la cual nos sustenta y gobierna). La temperatura del mundo cambió, no es un misterio; ahora que ha empezado a nevar en los desiertos y cuando sabemos con certeza de la desaparición de al menos un océano, el Mar Aral, y del calentamiento global que hace apartar el aire caliente del verano europeo como si se tratara de un rebaño, muchos terrícolas han empezado a respetar –aunque tarde- a los otro día “loquitos del Greenpeace”. La vieja y buena tierra, como una anciana aquejada de artritis y harta de maltratos, empezó a mostrar hace muchos años efectos de cansancio. Los neoyorquinos, como los londinenses, saben que las primaveras de hoy son fugaces, y los veranos, más que una estación, parecen mejor la antesala del infierno. Decenas de ancianos mueren en Norteamérica y Europa cada año por deshidratación. Ni hablar de la crudeza de los inviernos, nunca antes registrada. “El clima está loco”, se dice por todas partes, y así sabemos que un día empezará a nevar en Mayagüez o en Buenaventura, y nadie se llamará a escándalo. La leyenda dice que una gobernadora puertorriqueña quiso llevar alguna vez nieve del norte a la isla, para que los niños borincanos conocieran ese prodigio. Con los arrebatos planetarios no serán necesarios estos propósitos macondianos.Los tsunamis en Asia nos muestran cada vez un mar de leva que quiere recuperar para sí lo que quizás ayer fue suyo; el territorio que por siglos le han disputado los humanos. Los vídeos aficionados nos muestran oleajes nunca antes vistos; arrasan palmeras, hoteles, llevan en su furia todo lo que reconocemos como “vida”. Donde antes hubo puentes, solo queda el mar, donde el hombre levantó viviendas, ahora solo el murmullo de las olas. Desde hace más de dos décadas hasta los niños saben que algunos productos que se venden libremente en el “mundo civilizado” perforan la capa de ozono. Sin embargo, la industria de aerosoles no detiene su acción criminal; los tratados de pesca internacional prohíben la pesca de ballenas, pero aún en restaurantes japoneses se sirven filetes del cetáceo. China está ansiosa por la preservación de los osos pandas, mientras en la biblioteca de un viejo lord en Gales se enmohecen los colmillos de un tigre de Bengala.Los enormes felinos que hacían temblar Asia cuando bostezaban desaparecieron en el turbión de arrogancia de los cazadores que arrasaron también Tanzania y Mozambique; nunca más sabremos de las manchas de peces que anualmente alimentaban a millones en el mundo ni de los frutos exóticos que desaparecieron en Colombia ante la irrupción de las plantaciones de coca, marihuana y amapola.Para algunos teólogos y estudiosos de religiones, lo que está ocurriendo hoy con los abruptos cambios climáticos no es más que la señal inequívoca del Apocalipsis. La escasez de agua en vastas regiones, las pestes y hambrunas, así lo anuncian. Sin embargo, el abejeo humano de la isla de Manhattan, visto desde una ventana del East Side al amanecer, o las montañas andinas atisbadas desde un balcón en Cali, entre el chachareo de los pájaros, nos dice que todavía es posible soñar un mundo en paz con la naturaleza, una fraternidad que nos llama desde el polvo de huesos que es la tierra que pisamos, no siempre con el debido respeto.

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