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Cuento de Navidad

El anciano decrépito, ya en los últimos estertores de su agitada vida, se entregó a las manos de Dios y le rogó que se lo llevara cuando a bien tuviera.

30 de noviembre de 2020 Por: Mario Fernando Prado

El anciano decrépito, ya en los últimos estertores de su agitada vida, se entregó a las manos de Dios y le rogó que se lo llevara cuando a bien tuviera.

Así que decidió no hacer más por su salud y se dedicó a esperar que le llegase la parca y cargara con su humanidad, ya tan agobiada y doliente.

Dicen que incluso se volaba de su casa para atalayarla, con tan mala suerte que los buses se frenaban en seco antes de atropellarlo, mientras que las alcantarillas de toda la cuadra tenían sus tapas como Dios manda.

Además, ni bien se había escapado por la ventana del baño, cuando un equipo de rastreo previamente entrenado para tales menesteres, lo interceptaba en seguida y era conducido, cual preso rumbo al cadalso, para confinarlo otra vez a ese lugar tan sombrío en el que pareciera que se hubiera detenido el tiempo.

Su única compañera era su dama de compañía de más de medio siglo, incluso desde antes de que su querida esposa partiera ciertamente a una mejor vida, llamada y nombre Felisa, y que fuera apodada por sus celosas hijas como ‘melosa’, habida cuenta todos los cuidados que le prodigaba y que eran remunerados con una miserable pensión y el arriendo de una porqueriza, hoy llamada marranera.

Allí muy tranquilos -y como en Los Cisnes- pasaban los dos personajes sus días sin que nada ni nadie alterara su existir, a la espera, él de irse al barrio de los acostados, y ella de llevarse lo poco y nada que había quedado en esa casa tan vieja, con la que habían hecho una apuesta macabra a ver quién se derrumbaba primero, o ellos dos o esas paredes que amenazaban ruina.

Díscolo y casi ido, de las pocas cosas que le entusiasmaban eran las navidades y en especial el arbolito que ella sacaba de debajo de una cama los últimos días de noviembre y lo armaba con fruición y cariño con lo que había quedado de los años anteriores, lo que le producía una que otra sonrisa a su gesto adusto y sepulcral.

A la medianoche de ese primero de diciembre unos gritos despertaron a Melosa, diré, a Felisa, quien acudió entre aturdida y asustada a ver qué pasaba y, ¡oh sorpresa!: el senil personaje se paseaba por el cuarto diciendo “feliz Año Nuevo, feliz Año Nuevo”.

Ella como pudo trató de calmarlo diciéndole que faltaban todavía 31 días para que se acabara el año, pero él insistía con su sonsonete “feliz Año Nuevo, feliz Año Nuevo”, totalmente desencajado.

Entonces el anciano comenzó a señalar algo hacia la mesa de noche hasta que ya exhausto se desmadejó sobre la cama sin quitar su ya apagada mirada hacia un vaso con agua dentro del cual estaba su caja de dientes.

Atinó ella entonces a colocársela y de inmediato cambió el “feliz Año Nuevo” por algo muy distinto que fue “Felisa me muero, Felisa me muero”, entrando en una rápida agonía hasta que exhaló su último suspiro y entregó su alma, vida y sombrero al Dios creador.

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