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Cuando el piano sonó sólo

Rebrujando pasadas ediciones de la revista Épocas me encontré con el siguiente artículo que escribí hace exactamente 10 años y que transcribo a continuación.

21 de diciembre de 2020 Por: Mario Fernando Prado

Rebrujando pasadas ediciones de la revista Épocas me encontré con el siguiente artículo que escribí hace exactamente 10 años y que transcribo a continuación, deseándoles a mis cada vez más escasos lectores y como rezaban las tarjetas que repartía el polvorero de Popayán años ha, “felices pascuas y Próspero Calvache. Pedidos al 2219”:

Cualquier tarde de estos días lluviosos que nos apachurran el alma, me senté frente a mi viejo piano Renner que lo mantengo de punta en blanco. Sé que es un tesoro y no propiamente por su aspecto, maquinaria y sonoridad, sino por la cantidad de canciones que almacena en su memoria.

Y no se trata de una pianola de una de esas que tenía la gorda Renjifo q.e.p.d., en su casa de Santa Teresita y a la que le colocaba unos rollos y le daba pedal para que sonara sola.

Y tampoco como el piano Yamaha de la última generación que también suena sólo -maravillas de la tecnología- que solo lo tiene el pariente Hernán Martínez Satizábal y ante el cual nos extasiamos alguna vez el maestro Luís Carlos Figueroa y este pajarraco.

No. En esta oportunidad y con sólo colocar las yemas de los dedos sobre el marfil de las teclas, el viejo Renner comenzó a sonar, diré a cantar.
Canciones y más canciones -boleros, tangos, milongas- inundaron el lugar donde ese instrumento ocupa sitial de honor. Como una cascada, las teclas se hundían a veces con suavidad, otras con ternura y no pocas con violencia.

Juro que no había ingestado licor alguno ni menos alucinógenos y otras yerbas. El piano estaba sonando sólo como dictándome melodías que yo mismo o había olvidado o le había enseñado.

En esas horas -que no minutos- me sentí un Agustín Lara, un Manzanero, un Jaime R. Acompañé a mi eterna Helenita Vargas con su ‘Golondrina de un solo verano’. Volvía a enamorarme de ‘Caelia’ al son de ‘This is my song’ de Charles Chaplin. Me fui para Chile. Acaricié ‘Limeña’, me perdí con Jorge Negrete y Pedro Vargas y me amangualé con Alci Acosta y con ‘Tito’ Cortés.

Mágico momento en que acudieron a mi mente recuerdos de otros tiempos: allí estuvieron conmigo, lo juró desde misiá ‘Fifi’, ‘Marioefe’ y ‘el flaco’ ese que nos dejó en junio, hasta mis tres mosqueteros, Mateo y la próxima en llegar, Sofía.

Tuve espacio para ‘My way’, para la Piaff y hasta para Elvis Presley, reservándome un grato espacio a Cole Porter, a la Montiel, a Montaner y hasta Buitrago quien desfiló decembrinamente por esos acordes guapachosos.

Me atropellaron esas ‘acacias’ y ‘Señora María Rosa’, lloraron ‘los Guaduales’ y el ‘Limonar’ con su fuente silenciosa que empezó a cantar y su jazmín de la huerta que empezó a aromar. Me volqué hacia los Panchos, María Greever y hasta ‘Que de donde amigo vengo’ y “Salió de Jamaica cargado de ron, izando sus velas, izando sus velas rumbo a New York”.

La tarde fue apagando y las distantes luces de la noche tocaron la puerta.
Hacía frío, afuera llovía y la niebla se entró por la ventana y ríanse el problema para sacarla.

Mi viejo piano, amigo confesor y consejero, siempre listo, afinado y distinguido me regaló en aquella ocasión muchas de las canciones con las que tanto les he atormentado entre luciérnagas y rocíos.

No era yo el que tocaba: era el piano el que sonaba. Al terminar y ya ambos cansados, me obsequió Blanca Navidad y yo le regalé Noche de Paz.

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