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Coqueteos centenarios

He venido a descubrir con el paso de los años que dos personas del Cali viejo por poco tienen un romance que de haberse cristalizado hoy a lo mejor no estarían la una viuda y el otro solterón.

28 de agosto de 2017 Por: Mario Fernando Prado

He venido a descubrir con el paso de los años que dos personas del Cali viejo por poco tienen un romance que de haberse cristalizado hoy a lo mejor no estarían la una viuda y el otro solterón.

La primera acaba de cumplir 104 años y es todo un canto a la vida y al amor. Y el segundo ya está raspando el siglo en medio de su bohonomía, sus muchas amistades y una salud tal que no necesita bastón ni para caminar ni para pensar.

Fue precisamente él quien me pidió -dado un lejano parentesco que nos une- que le cuadrara una visita para ir a ver a quien mucho admiró en sus años mozos: una jovencita agraciada que vivía por los lados del barrio El Peñón, muy cerca al ya casi olvidado Charco del Burro.

Me dijo además que también quería ver a su hermana, quien desafortunadamente ya falleció, igual de gentil y bella que la coprotagonista de esta historia.

La cita pues se dio un acalorado día de verano. Llegamos ya entradas las cinco de la tarde. Nuestro caballero se apareció con dos finísimas lociones, óvolos que les entregó ceremonialmente a cada una, con los finos modales que siempre le han distinguido.

Fue entonces cuando comentó que hacía casi ochenta y cinco años que había visitado y cortejado a quien ahora le recibía en su apartamento del barrio Versalles. Ella recordó vagamente esos acercamientos que nunca pasaron a mayores, entre otras cosas porque le llevaba a ese muchachón cuatro o cinco años de vida, que en esa época eran toda una eternidad.

La visita duró hasta que llegó la noche. Nunca más se habían vuelto a ver pero a mí me quedó la sensación, por el cruce de miradas entre cándidas e ingenuas de los dos, que allí pudo haber existido algo, algo que no pasó jamás.

Ella casose con un gran señor con el que fue infinitamente feliz. Tuvo tres preciosas hijas. Una de ellas ya falleció a quien le siguió su padre escasos meses después. Su vida ha estado marcada por una desbordante fortaleza, una alegría contagiosa y todas esas otras virtudes de las mujeres bíblicas que se han ido perdiendo.

Él ha dedicado su vida a viajar, a lucirse como un gentílisimo anfitrión y a ser más que generoso con su ciudad. Es uno de los pocos caleños de antes, de esos que ya no quedan.

Son dos vidas, no diría que paralelas, pero sí unidas por haber pisado las mismas calles, haber respirado el mismo aire y haber visto los mismos amaneceres y que por esas cosas inexplicables de la vida hoy, sin estar juntos, parece que hubiesen hecho una apuesta sobre los años en los que van superar sus centenarias existencias.

No quisiera decir sus nombres, pero sé que aquellos que están cerca a ellos de inmediato sabrán de quiénes estoy hablando.

***
Posdata:
Tras casi 50 años de ausencia azota de nuevo las calles de Cali el maestro del piano Juan Carrubba.

El inolvidable pianista del Club Colombia que se sabía las canciones preferidas de cada socio, tras muchos años en Bogotá anda por estos lares con su esposa Myriam con deseos de volver a pergeñar las cada vez más esquivas notas de los pianoforte y revivir, por qué no, la academia de tango que tanto les sirvió a los capitalinos para salir de los bundes y merecumbés.

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