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Sí, somos mortales

Hay algo que ha hecho el coronavirus con la humanidad: ponernos de frente a la muerte y recordarnos que somos mortales.

16 de julio de 2020 Por: María Elvira Bonilla

Hay algo que ha hecho el coronavirus con la humanidad: ponernos de frente a la muerte y recordarnos que somos mortales. Y que nos podemos ir, inexorablemente en cuestión de días y de una manera triste y solitaria -la más solitaria de las muertes según narran- y por cuenta de un virus que anda por ahí, transportado por cualquiera sin saberlo, que va dejando su huella por donde pasa.

Esto me impresiona: lo inexorable; lo implacable; la capacidad de no dar tregua; de no dar margen de lucha, de someter al contagiado al azar de una ruleta rusa sin saber cuál será la reacción a la hora del ataque.
Vuelve una incógnita imposible de anticipar la capacidad de cada organismo para defenderse y sufrirlo como una gripa fuerte o con la gravedad de una sórdida unidad de cuidados intensivos de un hospital cualquiera, donde quede algún cupo libre. Hasta el cáncer, que aparecía como la amenaza mayor, le da margen a la lucha y espacio a la lucidez para tomar decisiones de tratamientos sobre el combate.

Frente al coronavirus lo único que queda es cuidarse y cruzar los dedos para no terminar, atrapado en un descuido, en una indeseable situación.
Y después apostar a que las defensas respondan con nobleza y no jueguen una mala pasada. Sin duda, una incertidumbre terrible y atemorizante.

Precisamente esta conciencia de finitud me llevó a retomar un libro, Mortalidad, de Christopher Hitchens, cuya lectura me impactó cuando la hice sin estar acorralada por la amenaza de esta desgraciada pandemia, inédita realidad que puso patas arriba el mundo.

Hitchens terminó derrotado después de 16 meses por un cáncer de esófago de diagnóstico tardío, pero quiso dar su batalla en el terreno en que las dio durante toda su vida: el de las ideas. Con el verbo afilado y la lucidez de su pensamiento provocador y original, recurrió a su habilidad de reportero para narrar con la misma introspección y coraje con la que se adentró en otras catástrofes humanas, su propio drama. Quería tener una relación activa con la muerte y alimentar hasta último minuto la curiosidad y el desafío que lo persiguió siempre en su intento por entender el misterio de la existencia humana en todas las dimensiones. Ahora enfrentado él, al más rotundo de los misterios. Y así lo narra:

“Nada me había preparado para aquella mañana en la que llegué a tener conciencia de estar encadenado a mi propio cadáver. Después de pasar por un montón de exámenes en ese puerto fronterizo que son las urgencias de un hospital, el médico me dijo: su próxima cita es con un oncólogo. Estaba dicho. La impotencia se disuelve como un terrón de azúcar en el agua”. Algo similar a lo que deben vivir los enfermos de covid cuando entran en el corredor de una UCI en la ruta de la entubación.

Con este tono de reportero agudo, Hitchens descendió a los infiernos y encaró su agonía. Delató sus miedos y se hizo las preguntas pertinentes para arrebatárselas al silencio y desnudarlas con crudeza. Algo aún más drástico por su condición de hombre sin religión, ni Dios, ni fuerza divina a quien trasladarle las respuestas o depositarle las angustias. Ya entregado a la más solitaria de las experiencias humanas, en el filo del abismo reafirmó su único desafío: llegar al final con dignidad. Algo que toca repetirse en estos tiempos de tanta zozobra, incertidumbre y miedo.

Sigue en Twitter @elvira_bonilla