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‘No hay silencio que no termine’

Si alguien quiere entender la dimensión del dolor, la crueldad, los excesos...

23 de diciembre de 2016 Por: María Elvira Bonilla

Si alguien quiere entender la dimensión del dolor, la crueldad, los excesos y la degradación a la que llegó el conflicto colombiano, hay una lectura obligada: No hay silencio que no termine, la desgarradora memoria de siete largos años de secuestro de Ingrid Betancur. Había leído las casi 700 páginas recién publicadas en el 2010, pero las retomé desde una nueva óptica: el contexto del proceso de paz; de la llegada de los guerrilleros de las Farc sin armas a la vida civil; de la terquedad de algunas fuerzas políticas lideradas por el presidente Uribe reacias a entender que las dinámicas de los países cambian y que la Colombia de hoy, firmado el Acuerdo último del Teatro Colón, ya no será la misma, aunque ni él, ni sus partidarios lo compartan; en el momento de un país al que la guerra le ha dejado huella, cicatrices sin sanar que siguen siendo determinantes en el futuro por construir. Este contexto vuelve el libro aún más impactante y conmovedor. Es una invitación a reflexionar sobre la condición humana. Y da muchas claves. Además de estar muy bien escrito, sin concesiones ni controles, el texto nos sumerge en tres realidades tan profundas como insondables y complejas: la de su alma -contradictoria y rebelde-, la de la selva con sus misterios y amenazas y la de la locura de la guerra, con las Farc como protagonista. Cuando ella quiso terminar con el silencio, y revelar los secretos que no se quedaron enterrados, decidió jugársela a fondo. El recorrido de Ingrid secuestrada empieza en la Unión Peneya epicentro del Bloque Sur de las Farc en el Caquetá y se remonta hacia los balcones de la Amazonia, el ancho Guaviare, la inmensidad de una selva y unos ríos donde el Estado nunca ha llegado. Un territorio ajeno para la mayoría de los colombianos, abandonado y distante, que apenas empieza a revelarse. Descendió a los infiernos, pero a diferencia de las narraciones de los otros secuestrados, plagadas de anécdotas exteriores y reiterativas, la de Ingrid es una historia llena de fuerza y sentimientos con la que cierra cualquier aspiración política personal para dejarse moldear por la experiencia drástica y solitaria marcada por la infamia; por el peso de unas cadenas vergonzosas que no doblegaron su espíritu pero modificaron el talante de una altivez a prueba en cualquier escenario, y la cambiaron para siempre. Con una combinación de narración y pensamiento recorre una gama de estadios emocionales que van desde la humillación y la rabia, el rencor, la envidia, la maledicencia, el odio, la soledad, el dolor, la impotencia. Briznas de ternura, poca alegría y mucha desesperanza. De todo ello viene su búsqueda espiritual, que hasta donde se sabe la ha llevado a profundizar en estudios de teología en la Universidad de Oxford, en un intento seguro, por lograr situar al ser humano en su verdadera dimensión. El relato de No hay silencio que no termine es el de una mujer engrandecida por un sufrimiento insondable, atrapada en el corazón de las tinieblas, como diría Joseph Conrad; un testimonio crudo y profundo que confirma que la guerra colombiana es una derrota de todos, la razón mayúscula por la que hay que dejarla definitivamente atrás.Adendum: Esta columna volverá a aparecer el 13 de enero. ¡Felices fiestas!Sigue en Twitter @elvira_bonilla