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Navidad y melancolía

Arrancan las celebraciones con las velitas del 7 de diciembre y con ellas el mandato social de estar contentos y ser felices.

12 de diciembre de 2019 Por: María Elvira Bonilla

Arrancan las celebraciones con las velitas del 7 de diciembre y con ellas el mandato social de estar contentos y ser felices. Los niños son los reyes de la fiesta, desnaturalizada de su tradición cristiana que le dio su origen y sentido para asociarla al consumismo desenfrenado vuelto lluvia de regalo y proliferación de adornos made in China asociados al verde y el rojo, el pino y el Papá Noel de gorro y trineo, venados y extraños paisajes nevados tan lejanos a nuestro trópico. Los adultos terminan atropellados y los niños abrumados entre tanto regalo y ruido.

Empiezan pues los días de novenas vueltas encuentros sociales y las fiestas empresariales en las que al tenor de la música y el trago y los recreacionistas se suavizan roces y rencores acumulados durante el año. Días de amigo secreto y reuniones plagadas de declaraciones de afecto; natillas y buñuelos, tortas y manjarblanco, mucha obligada celebración de alegría por decreto regalos por cumplir; de rituales repetidos.

A otros, en cambio, se nos entroniza la melancolía. Un sentimiento para nada excepcional que se acentúa con los años. Un ensimismamiento que en vez de contagiar entusiasmo, paraliza. Espantan las aglomeraciones en aeropuertos y terminales de transporte, el gentío de los centros comerciales, el tráfico imposible. Sin embargo, no creo que esta ansiedad decembrina sea nueva, creo haberla leído en los rostros de muchos adultos en el pasado, la única diferencia quizás es que ahora, es estos tiempos de extroversión individual desatada, se comparten los sentimientos sin reparos ni pudor.

Y con esto se evita atragantarse solipsísticamente en la melancolía que llega cargada de tantas ausencias que debíamos ser capaces de transformar en un sentimiento dulce construido sobre memorias gratas y no dolores aplazados. Y para ello, nada como la compañía de un buen libro y ojalá de literatura, ese gran género, único para conectar con los sentimientos humanos. Por esto concluyo esta reflexión compartiendo tres buenas lecturas: Guayacanal de William Ospina, Un caballero en Moscú de Amor Towles y Noche sin fortuna de Andrés Caicedo.

Guayacanal, un relato corto en el que Ospina logra un contacto íntimo con sus raíces, con su pasado de arriero paisa que aunque alude a los tiempos idos y cambiantes que se lo llevan todo, logra no dejar al lector atascado en el pozo de la nostalgia y la tristeza de ese mundo campesino marcado por el olor a muerte cruel de los años 50 y el desarraigo, para obligar a repensar la Colombia de estas cuatro décadas de estupor.

El caballero en Moscú es otra cosa: una original novela sobre la vida de un aristócrata ruso que lo pierde todo con la Revolución Bolchevique menos su alma de poeta que le da para afrontar los infortunios de la existencia y resistir recluido durante años en el icónico hotel Metropol. Un microcosmos que en vez de ahogarlo le afina sus sentidos y su estética para registrar con lucidez y aguda observación el mundo que llega arrasando para cimentar la incierta nueva realidad.

Sorprende la Noche sin fortuna de Andrés Caicedo. Una novela desconocida a pesar de haber sido publicada en 1984, que llega con el galope precoz y demoledor de prejuicios sociales y mentiras, de un gran narrador que con su efímera muerte nos dejó a todos empezados.

Sigue en Twitter @elvira_bonilla