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La guerra de resultados

Se ha impuesto el criterio de los resultados cuantitativos, a cualquier costo,...

22 de febrero de 2013 Por: María Elvira Bonilla

Se ha impuesto el criterio de los resultados cuantitativos, a cualquier costo, como criterio de evaluación de gestiones y responsabilidades públicas. Aunque he reconocido en esta misma columna el valor de la labor desarrollada por el secretario de Tránsito de Cali, Alberto Hadad, en su esfuerzo por organizar la caótica circulación urbana y obligar a punta de autoridad a respetar el espacio público, creo que sin embargo a veces se les va la mano a sus agentes de tránsito. Actúan de una manera implacable como si estuvieran ante el escenario de una ciudad ideal que contara con un eficiente sistema de transporte masivo, con áreas habilitadas para el parqueo público y el peatón fuera respetado como sucede en la vida urbana de los países desarrollados. Nada de esto ocurre en Cali ni en ninguna ciudad de Colombia. El ejercicio de la autoridad no puede ser arbitrario y para que sea constructivo y a la larga efectivo, debe ir acompañado de pedagogía, procesos de formación de cultura ciudadana que realmente transformen. Pero la voracidad con la actúan los guardias tiene quizá una explicación adicional: la presión por los resultados. Su gestión es medida en buena parte por el número de comparendos y multas que le presenten al supervisor. Y algo aún más complicado en la perspectiva de la construcción de cultura ciudadana: la penalización a través de cámaras en los semáforos y los agentes ‘sin uniforme’, la ejerce un tercero, una empresa independiente que responde con metas y resultados cuantitativos a la Secretaría de Tránsito. Aunque todo el recaudo que se obtiene por cuenta de las sanciones va a dar a las arcas de la ciudad, el método que se emplea no es el más loable. Porque la lógica de los resultados como rasero de valoración estimula una práctica perversa, que puede llevar a desbordes nefastos, como fue el caso de los fatídicos falsos positivos en las Fuerzas Militares, cuyas graves consecuencias sobre todo a nivel internacional están aún por verse. Lo que está en juego en este caso es nada más y nada menos que la vida. La presión por resultados entre las Fuerzas Militares, especialmente en tiempos de política de Seguridad Democrática del presidente Uribe –aunque han aparecido nuevas denuncias-, cuyos ascensos y prebendas dependían del número de ‘positivos’ reportados, es decir de cadáveres, condujo a que soldados pero también oficiales hasta con grado de coronel, como sucedió con Luis Fernando Borja, el comandante de la Fuerza de Tarea Conjunta de Sucre, que reconoció haber ordenado el asesinato de 57 jóvenes campesinos para obtener el reconocimiento de sus superiores. Igual sucede con algunas esferas de la justicia y de los organismos de control, cuyos funcionarios también terminan premiados por el número de investigaciones abiertas, con lo que nuevamente se estimula una especie de matoneo judicial para responder a las expectativas de los jefes o para generar titulares de prensa. Se va configurando así una suerte de régimen de terror, de miedo de los ciudadanos a quienes ejercen y tienen la autoridad para imponerse, que en ocasiones se desborda, generando un sartal de injusticias que aplastan al ciudadano indefenso.