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La ceguera del poder

En este gusto por las biografías y las memorias como ese gran género que nos permite ver la historia y la dinámica de las sociedades a través de la vida de los seres humanos, sean humildes o poderosos.

28 de noviembre de 2019 Por: María Elvira Bonilla

En este gusto por las biografías y las memorias como ese gran género que nos permite ver la historia y la dinámica de las sociedades a través de la vida de los seres humanos, sean humildes o poderosos; artistas o científicos o individuos sencillos batallando existencias, todas dejan grandes enseñanzas de la condición humana.

Y me ocurrió con La última emperatriz de Rusia -vida y época de Alejandra Feodorovna, la esposa del Zar Nicolas II. Además de haberse logrado una narración entretenida y llena de detalles, se trata de una verdadera lección sobre el poder, o mejor sobre el desafío de gobernar o mal gobernar que en este caso significó la caída de tres siglos de la dinastía de los Romanov que construyó su emporio con sudor esclavo -siervos de la gleba- y arrastró con millones de fusilamientos, atropellos, muertes arbitrarias, pobreza y hambre hasta sembrar la semilla de una revolución que marcó el Siglo XX, con un impacto universal que definió la suerte de países y sus gentes por muchos años.

Nada mejor que entrar al delirante mundo de los Romanov por la vida de la Zarina. Nieta de la imponente gran reina Victoria de Inglaterra, aterrizó en el trono de San Petersburgo a los 22 años. Traía a cuestas mucho dolor, ahogada por las desgracias familiares, huérfana de una madre triste que terminó enclaustrada en la corte alemana de los Hesse que dejó a una niña extraviada de sí misma. Nicolás II, entonces el soberano más rico de Europa la entronizó tan prematuramente como él mismo. Vivieron en medio de oropeles y extravagancias, y él, ahogado por los eternos áulicos que unidos a la frivolidad cargada de angustia e ignorancia de la joven zarina, terminó sepultado en un fatídico aislamiento que lo condujo finalmente a tomar decisiones tan trascendentales como arbitrarias y equivocadas con altísimos costos en vidas humanas, sacrificadas inútilmente durante un reinado que significó el fin de la Rusia Zarista.

Con torpeza y desoyendo consejeros metió a su país en tres tenebrosas guerras incluida la cruenta Guerra de 1914, la primera mundial, que el aislado zar contribuyó a encender. El saldo fue terrible: sumados muertos y heridos, seis millones le correspondieron al ejército ruso, con un zar atolondrado y una zarina encerrada en el Palacio de Alejandro atrapada por la funesta influencia demencial de un Rasputín cuyas consejas erráticas permeaban, vía Alejandra y Nicolás II, los altos mandos civiles y militares. Años de pérdidas, pobreza y desolación. Ensimismado casi que en una estupidez palaciega no supo leer lo que se cocinaba hasta que la Revolución Bolchevique de Octubre de 1917 le explotó en las narices; y aún en medio del caos siguió dando palos de ciego hasta frente a su propio destino que desembocó en su fusilamiento junto con toda su familia a manos de los bolcheviques, el más trágico epílogo que pudo tener su vida.

La lectura de esta realidad de la Rusia imperial del Siglo XIX llama a la reflexión sobre el ejercicio del poder y esa sabiduría, esa fuerza serena como decía Francois Mitterrand, que se requiere para gobernar sin aislarse, y muy especialmente en momentos de gran conflictividad social y política, que son el asomo de transformaciones tan impredecibles como imparables.

Sigue en Twitter @elvira_bonilla