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El mundo de ayer

En medio de la oferta comercial de hoteles sobrevive en Bogotá un lugar, inverosímil: la Casa de Acogida de las Dominicas de Betania. Es un hospedaje para peregrinos que llegan a la capital sin parientes, a cumplir citas de cualquier índole, a atender compromisos indelegables.

27 de julio de 2017 Por: María Elvira Bonilla

En medio de la oferta comercial de hoteles sobrevive en Bogotá un lugar, inverosímil: la Casa de Acogida de las Dominicas de Betania. Es un hospedaje para peregrinos que llegan a la capital sin parientes, a cumplir citas de cualquier índole, a atender compromisos indelegables. El día, incluida la dormida en un modesto pero cómodo cuarto individual además de las tres comidas con proteína incluida, como dicen ahora en los restaurantes, cuesta 40 mil pesos. La atención no puede ser más humana y generosa, interesada en satisfacer las necesidades de cada huésped, para hacerlo sentir bien en un refugio amable que sin duda compensa lo áspera que se ha vuelto la cotidianidad en Bogotá.

La superiora, la Madre Celina, una vigorosa cucuteña, quien está al corriente de cada detalle, y su equipo no buscan obtener ganancias sino acoger, servir y acompañar, en el espíritu de la fundadora María Teresa Benavides, una boyacense dominica que armó una pequeña orden para dar abrigo en pequeñas casas cedidas por personas de bien en Palmira, en el Valle.

Muebles cómodos, de madera y buena tapicería, que recuerda el confort que hizo su entrada en los años 50, hechos para perdurar con las reparaciones necesarias; nada que ver con los asientos Rimax ni los desechables chinos; la sala de recio y cada habitación tiene su detalle.
Un lugar amable donde reinan los buenos modales y el silencios; con lentitud y pausas nada atropella la conversaciones que como el televisor guarda volúmenes bajos; sin plasmas ni computadores en los rincones. Un lugar donde la cortesía y el respeto todavía tienen cabida porque allí cada ser humanos cuenta, no importa quién sea, ni su rol de poder o influencia que tengan o hayan tenido en la sociedad. Nadie pregunta.

Cuando salí de visitar a un amigo –de esos lúcidos y retros que sobreviven a su manera reacios a contemporanizar y hacer concesiones-, pensé: todo esto pertenece al mundo de ayer; un mundo que se está yendo, con sus gestos de generosidad y consideración por los otros, de humanidad.

Y no es nostalgia. Ni sentimiento de derrota ni frases retóricas y repetidas que reclaman aquello de que todo pasado fue mejor. Es simplemente el reconocimiento de las nuevas realidades que se imponen con sus ventajas pero también con sus desastres; en las que no todo es grato, ni positivo, ni promisorio en esta llamada posmodernidad.

Y ciertamente los hay, y son muchos quienes no se acomodan ni logran que su vida fluya en estos tiempos de evanescencia; de inmediatez y virtualidad; que se revelan a que las prioridades se las determine la errática agenda noticiosa; y mucho menos los dictámenes inerciales del mercado y la moda y el bombardeo consumista. Y siguen ahí, enfrentados a los estereotipos invasivos y al reinado de la imagen y de los pequeños ídolos.

Aprovechan la tecnología sin mistificación y se enfrentan a las construcciones mediáticas volátiles y efímeras, a la desacralización de la política, de las convicciones y de los ideales. Y no aceptan esa “extraña levedad de la existencia” y no se conforma con el pragmatismo diario y se rebelan a vivir sin utopías. Son los mismos que galopan entre el pasado y el presente, con poder y capacidad de decisión, pero consciente de que su tiempo está pasando. Y que el mundo de ayer ya no es.

Sigue en Twitter @elvira_bonilla