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El encierro

Son ya cuatro meses de encierro. De temor contenido, al otro, al contagio, al virus. Desde el encierro se ve el mundo.

30 de julio de 2020 Por: María Elvira Bonilla

Son ya cuatro meses de encierro. De temor contenido, al otro, al contagio, al virus. Desde el encierro se ve el mundo. Sin interacción ni contacto humano alguno; sin diálogo, sin experiencias nuevas, sin emociones. Todo plano, rutinario, repetitivo.

En el encierro se trabaja. La conexión con el mundo exterior es a través de una pantalla de computador y el periodismo, que es mi oficio, se hace ahora alimentado por las redes sociales, sin la reportería que está en el corazón de este oficio, sin asomarse la realidad porque allí en la calle, entre la gente camina el virus. Y al virus hay que huirle, como a la peste. Se miran con asombro cada día las cifras de contagiados y muertos que se multiplican en el planeta, en Colombia, en cada ciudad; en el barrio donde se vive.

Cifras abstractas, sin rostros, ni nombres ni apellidos las historias de vida han sido reemplazadas por las historias clínicas, que ahora son las que cuentan, morbilidades les llaman para catalogarlas en las estadísticas que terminan definiendo las decisiones de los gobernantes. Ser viejo o tener unos antecedentes clínicos es razón para no asomarse a la calle y evitar así congestionar o saturar las Unidades de Cuidados Intensivos -las famosas UCI-, que el común de la gente ni sabían que existían; para también evitar arrebatar los respiradores a los más jóvenes, atrapados todos en la lógica pragmática de médicos intensivistas o epidemiólogos que alimentan a quienes deciden por la mayoría.

El virus llegó por avión hace cuatro meses, pero ahora camina, invade; puede estar en cualquier lugar. Y es esa amenaza invisible la que acobarda. Un enemigo invisible. El otro de estos días es un extraño amenazante al que prefiero no acercarme; un desconocido que ignoro o evado; que evito saludar o siquiera voltear a mirar porque el virus ronda en la calle, en el supermercado, cualquier extraño es portador y contagia. Las personas se cambian de acera cuando ven aproximarse un transeúnte. Puede traer el virus.

La mente entra en un estado de defensivo, de arrinconamiento en donde pesa más el miedo a la muerte que la fuerza de la vida. El coronavirus nos humilló, a la humanidad toda. Y la arrodilló. Hasta resumir este 2020 con una imagen: miles de seres humanos con los rostros cubiertos por una extraña pieza de tela llamada tapabocas.

Puso en jaque la soberbia, pero también el afán de consumir y acumular. Nada más inútil en estos tiempos que un clóset lleno de ropa, carteras y zapatos, accesorios que no encuentran hora ni día para llevarse, ni circunstancia para socializar. Para disfrutarlas con otros. No hay espacio para el gasto, ni antojos ni necesidades. La pandemia nos devolvió a lo esencial, a la simplicidad de lo esencial, a las pequeñas cosas con que amé la vida, como la canción de Mercedes Sosa.

Los afectos, familia, amigos son ahora receptores de mensajes y fotografías, de recuerdos y nostalgias de momentos compartidos. Cada quién en su encierro con sus alegrías y tristezas; sus temores secretos pero también rodeado de tantos dones dormidos que estaban allí guardados como reservas únicas para soportarse a sí mismo dentro de ese micro mundo afectivo de cada quien que no sucumbe y da la fuerza para conseguir navegar en el mar de la incertidumbre que ha sembrado esta pandemia.

Sigue en Twitter @elvira_bonilla