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El derecho a no sufrir

La situación de dos personas cercanas ha puesto nuevamente sobre la mesa el tema recurrente al que nos enfrentaremos todos en algún momento: cómo encarar la muerte, o mejor cómo enfrentar la agonía.

27 de abril de 2017 Por: María Elvira Bonilla

La situación de dos personas cercanas ha puesto nuevamente sobre la mesa el tema recurrente al que nos enfrentaremos todos en algún momento: cómo encarar la muerte, o mejor cómo enfrentar la agonía. Y muy especialmente cuando las circunstancias obligan a que la decisión de cómo terminar la existencia quede en manos de otros, familiares o amigos.

Una de las personas a las que hago referencia era una mujer marcada, regida por ideas y visiones liberales, de avanzada para su época; vivió como se le dio la gana. Agnóstica, independiente, tomó las riendas de su existencia y sin familia inmediata se trasladó a vivir los últimos años en una residencia en el campo, para personas mayores con las que compartía una cotidianidad tranquila. Una enfermedad dolorosa e incurable le truncó su libertad y autonomía y la fue recluyendo a un pequeño espacio sin mayor movilidad; postrándola, hasta cada vez depender en mayor medida de terceros. Se desesperó. Los dolores la agobiaban y con su lucidez intacta empezó a dimensionar el absurdo de sus días. Lo inútil de su vida. Y algo más grave: se sintió indigna y entendiendo que su final debía parecerse a su existencia tomó una decisión drástica. Contactó a un médico de quien supo, ayudaba a volver realidad el fallo de la Corte Constitucional que ha hecho de la eutanasia una práctica legal. En la soledad de su conciencia consiguió lo que buscaba.

Traigo a cuenta esta historia porque me sacudió, por su crudeza pero también por su realismo. Amerita reflexión sin juicios de valor. Finalmente es una manera drástica y valiente de imponer a los trancazos la última voluntad sin dejarse atropellar por condicionamientos y leguleyadas que han sembrado de obstáculos la aplicación cierta de una ley que aliviaría muchos dolores.

Como los que aquejan a mi otro amigo que espera postrado en una cama en una agonía inaudita, que el organismo finalmente le colapse. El del médico que por convicción ayuda a un buen morir es un caso excepcional. Acorralado por una devastadora enfermedad terminal que ha borrado las huellas de su existencia, esperan -sin consciencia- él y su familia un momento de descanso. Duele verlo atrapado en un sistema de salud que no les permite a los familiares actuar con independencia, así la ciencia haya agotado sus recursos para prometer alguna cura.

No hay nada más íntimo y privado que el momento de la muerte. Y por tanto la decisión sobre ese instante último de la existencia debe ser autónoma, personal y profundamente respetable. No todos los seres humanos tienen el coraje y la lucidez para pensar serenamente sobre su muerte. Y mucho menos el valor para expresar la decisión de formalizar sus intenciones, como lo posibilita la Fundación Derecho a Morir Dignamente por ejemplo, dejando por escrito instrucciones a la familia para que no insistan en prolongar artificialmente la vida y evitar un largo e innecesario deterioro y dolor físico. Empiezan a surgir cada día más galenos que están en la línea de ayudar a cumplir la última voluntad a pacientes terminales, así sea aún un comportamiento a contracorriente, dispuestos a evitar un sufrimiento mayor, facilitando con sedantes un final de la existencia apacible y sin traumatismos, al que todo el mundo debería tener derecho.

Sigue en Twitter @elvira_bonilla