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Cuando la peste nivela

La cuarentena puede ser la mejor ocasión para retomar lecturas aplazadas o relecturas obligadas de clásicos como el caso de El Decamerón.

26 de marzo de 2020 Por: María Elvira Bonilla

La cuarentena puede ser la mejor ocasión para retomar lecturas aplazadas o relecturas obligadas de clásicos como el caso de El Decamerón, las más de 700 páginas de Giovanni Boccaccio, escrito durante su larguísimo confinamiento para salvarse de la peste negra que arrasó a Florencia, Italia en 1348, en plena de Edad Media. Tenía 35 años cuando enfrentó la llegada de la peste.

Las ratas traían el virus desde los barcos que transportaban especias desde Oriente que llegaron a Florencia e infectaron la ciudad con la mortífera pestilencia que exterminó a 40.000 florentinos, la tercera parte de sus habitantes. Esto cuenta Boccaccio: Nacían en los sobacos, hinchazones que a veces alcanzaban a ser como una manzana o un huevo y las mortíferas inflamaciones empezaron a aparecer en todas partes del cuerpo y con estas llegaban la fiebre y el vómito y nadie se curaba. Los enfermos la transmitían a los sanos al comunicarse con ellos, como el fuego a las cosas, secas o empapadas, cuando se le acercan mucho. Y esto se agravó al punto de que no solo el hablar o saludar a los enfermos contagiaba y producía comúnmente muerte, sino que el tocar las ropas o sobar cualquier objeto transmitía la dolencia. Y no quedó de más que una finalidad harto cruel: la de alejarse de los enfermos y sus casas. 'Encerrarse'. Un aislamiento auto decretado como única forma de sobrevivir porque según cuenta Boccaccio, los gobernantes también empezaron a fallecer y no había orden para obedecer. Los heraldos y los correos humanos fueron desapareciendo. Siete siglos después su tierra, la bella Italia, es una de las más azotadas por la peste contemporánea: el coronavirus.

Boccaccio se encerró en Certaldo, el pequeño pueblito toscano protegido por murallas medievales entre olivares, cipreses y colinas desde donde se divisaban las torres de San Gimignano. Y durante cinco años armó las mil páginas que contienen 100 pequeñas historias, irreverentes y geniales, picantes y graciosas, contadas por siete muchachas y tres muchachos quienes se reunieron a compartir el confinamiento que entre charlas y relatos y vino lograron volver los largos días más amables.

A Boccaccio le ocurrió, lo mismo que estamos viendo con la peste contemporánea: lo niveló. No diferencia entre ricos ni pobres, entre el Príncipe Carlos y el vendedor ambulante, razón por la cual logró abrirse a un mundo que por pertenecer a la elite económica e intelectual Florentina le resultaba ajeno. Lo acercó al pueblo llano, le puso el oído a aquello que ocurría en las tabernas y los dormideros de mendigos, a la lujuria y al egoísmo y a la maldad suelta por la sensación de cataclismo que la epidemia desatada desencadenó en todos los sectores, incluida la nobleza y el populacho.

Gracias a esta inmersión en el mundanal ruido y aquello que vivió y escuchó de la gente con la que compartió aquellos meses de horror, pudo escribir el Decamerón, una publicación que superada la ola de la epidemia, se volvió inmensamente popular.

Pandemias como este coronavirus -inesperado y veloz, que exacerba la sensación de fin de mundo, de impotencia y de mortalidad, nos acerca y nos vuelve más humildes y de pronto hasta más solidarios, sentimientos dormidos por el atropello de este tiempo, que pueden despertarse y volvernos mejores, para bien de la humanidad.

Sigue en Twitter @elvira_bonilla