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A color y en blanco y negro

Dos grandes retrospectivas, de dos grandes pintores cierran el 2011. Ambas sintetizan...

23 de diciembre de 2011 Por: María Elvira Bonilla

Dos grandes retrospectivas, de dos grandes pintores cierran el 2011. Ambas sintetizan 40 años de pintura de dos artistas bien distintos: la bumanguesa Beatriz González y el caleño Óscar Muñoz. La exposición de González está colgada en el Museo de Arte Moderno de Medellín y la de Muñoz en la sala de exposiciones de la Biblioteca Luis Ángel Arango en Bogotá. La del artista caleño es monumental, requirió de dos curadores y de dos enormes salas para mostrarla generosamente, mientras la de la bumanguesa es una muestra más pequeña que recoge los momentos cruciales de su obra.Beatriz González es puro color. Colores estridentes con los que quiere dejar su huella, su marca contundente, su visión de la historia del país a través de brochazos sobre lienzos u objetos cotidianos como mesas, camas, tambores, asientos, cortinas, cojines. Allí en cada cuadro, en cada imagen está la Colombia contemporánea, la que ella ha vivido o padecido, presente en foto-noticias de prensa que ella recrea desde hace décadas, cuando se topó la imagen aterradoramente ingenua de los suicidas del Sisga en un periódico cualquiera. El recorrido de los cinco salones del museo, construido en la estructura de una vieja fábrica antioqueña, es un reencuentro con el país: la violencia, el poder arbitrario, las injusticias, la imaginería, la idiosincrasia. Poca alegría y mucha rabia. Rabia a borbotones combinada con la ironía. Imágenes construidas con un mal gusto deliberado y colores antagónicos que forman una nueva armonía con la que la artista logra entrar en el alma triste de las viudas, en los cadáveres anónimos flotantes por los cauces de los ríos que alguna vez fueron torrente de vida transformados en cementerios vivientes. Beatriz es implacable. Crítica. Directa. Disolvente. Logra incomodar.Lo de Óscar Muñoz es otra cosa. Nostálgico y sutil, una obra tan silenciosa como él. Discreto observador que logra entrar a la intimidad del ser humano, en su desolación. Y a través de sí mismo, de su rostro, de su figura solitaria y tímida. Lo suyo han sido el blanco y negro, las sombras, el duermevela, de los espacios bellamente nítidamente delimitados donde la luz apenas entra para formar figuras a través de vidrios opacos, plásticos, espejos, pozos de agua. El reencuentro con sus dibujos de hace tres décadas con ese cuerpo abultado y contundente de aquella mujer que evoca, al menos a mi, a la querida Maruja volcada a contraluz sobre la mesa de la cocina de las casona del Peñón, o la penumbra de los inquilinatos o los escondites nocturnos o los baños de baldosines rotos, nos remiten a esa Cali de los años 70 que quedó narrada de mil formas.Los Narcisos en los que Muñoz trabajó durante más de una década, desde 1995, como una especie de autobiografía personal, construidos sobre agua con su retrato en carboncillo que se disuelve en una metáfora que alude a lo efímera de la existencia humana. Un ejercicio que repite con los transeúntes de las ciudades que también se vuelven evanescentes. Que alude a la fragilidad de la memoria, de los recuerdos. La obra de Muñoz se toma los espacios generosos de la Luis Ángel Arango sin ruido ni estridencias consiguiendo transmitir algo de ese horror en que vivimos. Dos retrospectivas sublimes.