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¿Y cómo se llamaría Colombia?

El asesinato del ciudadano norteamericano negro George Floyd por un policía racista y desalmado desató una legítima indignación mundial que se ha ramificado en direcciones y causas diversas.

9 de julio de 2020 Por: Liliane de Levy

El asesinato del ciudadano norteamericano negro George Floyd por un policía racista y desalmado desató una legítima indignación mundial que se ha ramificado en direcciones y causas diversas. Una de ellas involucra la personalidad de Cristóbal Colón, últimamente señalado como el iniciador del ‘genocidio indígena’ en América y merecedor de una dura censura de parte de la opinión pública actual. Por consiguiente una multitud de manifestantes, en su mayoría jóvenes, se ha dado a una ‘entusiasta’ tarea de derrumbar las estatuas erigidas en honor al legendario explorador y destruirlas de manera ominosa. Su acción hace parte de un movimiento que no es nuevo; comenzó hace pocos años en Buenos Aires, en Los Ángeles y otras ciudades pero de repente, tomó una fuerza inesperada y se expresa con más violencia.

En los Estados Unidos las estatuas de Cristóbal Colón están vandalizadas a diario: en Boston, Baltimore, Miami, Richmond, Houston y Saint Paul fueron decapitadas, destruidas, pintadas de rojo color sangre para subrayar su criminalidad y tiradas en charcos de agua sucia por activistas jubilosos que aplauden y bailan al cumplir su hazaña, convencidos de estar cumpliendo con una tarea purificadora que beneficia a toda la humanidad. Cuando se les pregunta sobre la causa de su violento comportamiento explican que lo hacen en nombre del indígena americano cuyo genocidio y el acaparamiento de sus tierras y pertenencias fueron causados por el descubrimiento de América, y culminaron con el legado de esclavitud que dejó Estados Unidos en todo el continente.

Cristóbal Colón tiene la culpa de todo y no debemos honrar su memoria. Frente a ellos se alzan los historiadores, más serios ellos y mejor informados para decir que Colón no fue un guerrero sino un explorador y un científico. Y si en algo se distinguió -según una biografía bien leída y digerida- es por su visión, su valentía, su gusto por el estudio, su audacia, y su voluntad para involucrarse en grandes proyectos. Y que, al descubrir América contribuyó a un mejor entendimiento de la historia del mundo, de su geografía y a la cohesión de los pueblos más diversos. Un proceso que sin duda se reveló largo y difícil aunque necesario e incluso vital para toda la humanidad.

Pero los activistas convertidos en purificadores severos se tornan violentos e impacientes y negados a la reflexión. No escuchan ni quieren entender que su mayor pecado es querer juzgar moralmente las sociedades antiguas con los ojos de hoy. Es imposible. El mundo cambió: ahora se sabe más y se comprende mejor la naturaleza del ser humano. También los activistas olvidan que el mundo entero se ha construido sobre conquistas militares y grandes invasiones acompañadas de opresiones y rebeliones varias. Sus errores hacen daño y crean odio y racismo invertido, tan perniciosos como el odio y el racismo que dicen combatir.

Sin embargo como está la situación uno puede quizás considerar que ya no es ‘políticamente correcto’ que nuestro país se siga llamando Colombia en honor al Cristoforo Colombo que descubrió el Nuevo Mundo. Si la censura prevalece tocaría quizás cambiar de nombre, y cómo se llamaría entonces Colombia, a sabiendas que es, uno de los países más diversos (étnica y lingüisticamente) del planeta, sin herir susceptibilidades. Con un nombre indígena seria difícil porque tocaría preferir una civilización indígena sobre otra. El nombre de un político, más difícil aún porque todos tienen igual número de amigos como de enemigos. ¿El nombre de un intelectual, o un artista? Imposible lograrlo sin cometer una injusticia. Conclusión: lo más sabio es aferrarnos al bello nombre de Colombia que nos une a todos, aunque en momentos de desespero le decimos 'Locombia', con el mismo cariño.