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Se nos cambió la vida

Refiriéndose a la pandemia del coronavirus y sus estragos, el presidente francés Emmanuel Macron dijo: “Estamos en guerra”.

19 de marzo de 2020 Por: Liliane de Levy

Refiriéndose a la pandemia del coronavirus y sus estragos, el presidente francés Emmanuel Macron dijo: “Estamos en guerra” y “contra un enemigo invisible”, también lo advirtió Donald Trump. Mensajes parecidos emitieron los gobernantes del mundo, incluyendo el nuestro, desde Bogotá. Nosotros los recibimos literalmente aterrados y -como los demás- indefensos y esperando lo peor. La guerra sanitaria nos cayó de sorpresa y según los expertos, amenaza con volverse apocalíptica.

¿Qué hacer en estas surrealistas circunstancias? Lo único que nos ofrecen y a nuestro alcance tiene que ver con la resignación, la obediencia y la capacidad de adaptarse, sometiéndonos a drásticas medidas de precaución. No es el momento para la rebelión ni la contestación sino para el civismo y la solidaridad. Y nuestra vida cambió, de manera radical; ya nada es igual a lo que sabemos o conocemos.

De repente no podemos salir de la casa sin el permiso de las autoridades competentes y las infracciones se castigan con costosas multas; los medios de transporte escasean; los servicios públicos trabajan a media marcha; los viajes se complican y se vuelven peligrosos, no se debe saludar de mano, abrazar o besar a conocidos o seres queridos; los hijos no van al colegio, las fábricas cierran, la economía se desploma; las quiebras se multiplican; las calles mantienen desiertas, quedaron vetados todos los tipos de diversión como el cine, las reuniones de amigos, de familia e incluso de trabajo, el turismo, los conciertos, el teatro, las cafeterías, los bares, los clubes... todo.

Toca reaprender a vivir, solo, con uno mismo, reorganizar nuestro tiempo, nuestras costumbres, nuestra manera de hablar, de mirar, de escuchar. En nuestro espacio cerrado nos recomiendan leer, dibujar, cocinar, escuchar música, meditar. Quizás todo eso ayuda pero no es fácil.

Por fortuna y para aliviar la angustia surgen los chistes alusivos: uno cuenta que Israel registró su primer muerto por el coronavirus cuando una mujer estranguló a su marido después de 14 días de cuarentena. También se escuchan reflexiones filosóficas como aquella que supone alabar el aislamiento citando la frase: “El infierno son los otros” de Jean-Paul Sartre. O recordando el popular dicho ‘Mejor vivir solo que mal acompañado’. Aunque mi abuela -que fue mujer sabia y aterrizada- decía lo contrario. Según ella “mejor vivir mal acompañado que solo”, y lo sustentaba con un proverbio árabe que reza: “Un paraíso sin gente, no se debe pisar”. Yo le creía y lo sigo creyendo.

Lo cierto es que frente a la adversidad -a la cual nos debemos acomodar- no podemos negar la realidad que hoy en día nos condena al aislamiento y se vuelve dura. Vivir solo y aislado es simplemente insoportable. Por naturaleza el ser humano es un animal social; necesita de su relación con otros seres humanos para sentirse vivo. Es una necesidad elemental, y fundamental, que implica ‘el lazo’ con el otro por medio del intercambio, el amor, la amistad, el trabajo, el entretenimiento, la alegría, la generosidad, el aprecio, el mérito. En resumen, aquel precioso sentido de lo colectivo y de ‘pertenencia’ a una sociedad.

Como ocurrió en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, la amenaza mortal del coronavirus nos obliga a reequilibrar los valores y las prioridades en nuestra indisciplinada sociedad. El civismo y la cooperación colectiva renacen, se aplican y se sienten. También un mayor respeto al Estado; todos conscientes del difícil papel que le toca jugar para ayudarnos a detener el mal y salvar vidas.

En estos momentos, no hay cabida para los egoísmos del sálvese quien pueda. Y los enredos políticos se vuelven obscenos. No hay mal que por (algún) bien no venga...