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Vamos bien pero vamos mal

Desde que yo estaba chiquito, y el día está lejano, oigo el...

15 de marzo de 2012 Por: Julio César Londoño

Desde que yo estaba chiquito, y el día está lejano, oigo el mismo estribillo: la economía va bien pero el país va mal. Y no lo dicen solamente los guerrilleros, los sindicalistas y los estudiantes. Lo he oído sobre todo en boca de los líderes de los gremios económicos. Fabio Echeverry, Ernesto Samper, Luis Carlos Villegas, Sabas Pretelt, Mauricio Cárdenas, María Mercedes Cuéllar, Luis Carlos Sarmiento… Lo acaba de repetir The Economist, es decir, el oráculo máximo, la voz del oro. Con un crecimiento del 7,7, Colombia figura junto a Argentina, Turquía y Tailandia entre los cuatro países que más crecieron en el último trimestre. Somos la economía 36 y estamos clasificados entre los nuevos países emergentes del mundo, ¡hermanos menores de los miembros del Bric! (Brasil, Rusia, India y China). El ‘boom’ de la explotación de la minería y otros recursos naturales, dice la revista (también las gabelas en materia de impuestos, y una laxa legislación ecológica, agrego yo), nos mantienen como un país atractivo para la inversión extranjera. Paradójicamente, nuestros índices de desarrollo humano son enclenques. Colombia ocupa el quinto lugar en desempleo y el primero en Latinoamérica entre los cincuenta países analizados por The Economist. La informalidad sigue alta (¿cincuenta? ¿sesenta por ciento?), también la deserción escolar (la universitaria es del 50%) y la inequidad: estamos entre los tres países más inequitativos del mundo. Si uno fuera mal pensado diría que no hay paradoja, que a la economía le va bien justamente porque al país le va mal. Que a los bancos les va bien cobrando onerosas tasas de intermediación financiera, que a las empresas mineras les va bien depredando páramos y fuentes de agua y exprimiendo a los mineros, que a los militares les va bien matando guerrilleros (no muchos, claro, hay que mantener un stock), que a los senadores y a los magistrados les va súper haciendo ‘carruseles’ y ‘palomitas’ para cuadrar la pensión, que a las empresas, a las universidades y a las EPS les va bien pagándoles mal a sus empleados, profesores y médicos (todos los días veo gerentes y rectores quejándose de lo duro que es hacer empresa en Colombia, mientras hacen tintinear los hielos del whisky, y me enternezco y hasta me dan ganas de organizar una ‘teletón en pro del cacao desvalido’). A veces llegan gobiernos progresistas y echan a las ‘corbatas’ y contratan técnicos de la empresa privada para arreglar las cosas. Lo malo es que la empresa privada no es buena escuela para ser funcionario. Allá enseñan que las políticas sociales son un embeleco jurásico, que el oro se autorregula áureamente en su dorada sabiduría, y que la legislación no debe estorbar la iniciativa privada, fuente de toda riqueza, motor de progreso, mesa opulenta de la que algún día caerán las migajas que aliviarán el hambre de las masas (teoría del chorreo). Son tan funestos los tecnócratas que uno termina añorando al burócrata, ese señor que trabajaba poco, es verdad, pero que de tarde en tarde tomaba medidas sociales. Usted dirá que entre estos dos no se hace un caldo y tiene razón. Pero no me negará que el banquero es más peligroso que el político. Al fin y al cabo el político no puede enemistarse con el elector. El banquero, en cambio, desprecia al pueblo y al político pero aceita con juicio las maquinarias.