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Una chica romántica

Ayer, mientras meditaba sobre la coseidad de la cosa en el solar,...

13 de septiembre de 2012 Por: Julio César Londoño

Ayer, mientras meditaba sobre la coseidad de la cosa en el solar, vi algo insólito: una hormiga arrastraba una plumita blanca, amarillo pálido y azul celeste. Debe ser una hormiga bebé fascinada con esta ‘hojita’ sedosa y singular, pensé. ¡Imaginen ustedes el afán y la ansiedad de una chica que encuentra tirado semejante tesoro y trata de arrastrarlo a su casa antes de que vengan los chicos! Tira con todas sus fuerzas, logra moverlo un tris, se enreda, tira en otra dirección, suda, insiste, le duelen las manos, desfallece, cae, se levanta y vuelve a la carga: nadie en su sano juicio puede dejar tirado un juguete semejante. O se lo lleva a casa, o dejará su vida en el empeño.Esta era exactamente la situación psíquica de la hormiga. Debían gustarle las hojas, claro, y máximo esta que comienza en un cilindro delgado y casi translúcido, donde nace de pronto una pelusilla intangible, visible apenas, como una niebla tersa que va tomando cuerpo y color -blanco, amarillo pálido, azul celeste- hasta convertirse en ese prodigio que la suerte ha puesto en su camino. Y allí está la chica, sudando la gota con esa hoja caída del cielo que se le atasca en terrones, briznas de hierba y hojas vulgares. Brega, porfía, tira en todas direcciones de manera que el desplazamiento resultante al cabo de diez minutos es nulo; erra en círculos como cualquier condenado. De algún modo, está experimentando un sentimiento muy complicado para su diminuto corazón, y descubriendo una verdad antigua: que la belleza es una cosa que desespera. Suelta por un momento su tesoro, retrocede (como cualquier crítico) para que le quepa en su campo visual, analiza el terreno, los obstáculos, mira a su alrededor, como buscando ayuda: nada, ni un alma, por desgracia; ni un alma, gracias a Dios (yo no cuento. Soy gigantescamente invisible).Podemos imaginarla descendiendo a los socavones por fin, con su tesoro a cuestas ante la mirada atónita del hormiguero. “Ahí está pintada la loca… Tanto esfuerzo derrochado en una hoja estéril”, dirán los pragmáticos. “Loca y todo lo que quieran -pensará para sus adentros un macho enternecido- pero adorable”.El hecho hizo tambalear mis estanterías. Ya me había acostumbrado a aceptar la inteligencia de los animales, ¡pero pensar en su sensibilidad estética era demasiado! Durante siglos nos hemos consolado de la mezquindad de nuestras organizaciones sociales frente a la armonía de una colmena de abejas, por ejemplo, diciéndonos que nuestro caos social es una consecuencia inevitable de nuestra preciada individualidad. Somos desdichados, nos decimos, pero no somos máquinas. Una colmena es un organismo mientras que un conglomerado humano está escindido siempre, para bien y para mal, por un sinnúmero de intereses en pugna. Y de repente viene este pite romántico a demostrarme que, además de obrar con el instinto que le es propio, con el cálculo cartesiano de los seres humanos hombre y con la eficacia ciega del robot, una hormiga es capaz de estremecerse ante lo bello. Entonces agradecí la tarde y el prodigio, le dije: “Ánimo, muchacha, ya hay bastantes hojas corrientes en la alacena, ¡ánimo!”, y la dejé en paz para volver a sumirme en la coseidad de la cosa.