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Un trabajo duro

Difícil encontrar una profesión más ingrata que la del escritor. Sobre todo...

29 de agosto de 2013 Por: Julio César Londoño

Difícil encontrar una profesión más ingrata que la del escritor. Sobre todo los primeros 40 años. En esa etapa el pobre hombre debe leer los fárragos de la Antigüedad y las viejas celebridades latinoamericanas: Asturias, Vargas Llosa, Benedetti, Fuentes, Saramago, Galeano, Allende, Cardenal, Nicolás Guillén y otros sociólogos que han logrado colarse en la gloria gracias al efecto de arrastre producido por el boom. Y los ejercicios de las nuevas celebridades, esa multitud de genios jóvenes que las editoriales promocionan religiosamente cada semestre.Pero lo peor de esta etapa es la invisibilidad. El escritor joven es desconocido porque no lo publican, y no lo publican porque es desconocido. ¡Quién lo manda!Algunos tienen más suerte y consiguen colocar en las agencias de publicidad, unos sitios glamorosos donde el buen hombre escribirá, por un puñado de garavitos, sonetos a una esponja de alambre, abstracts científicos sobre la absorción de las toallas higiénicas, loas a los detergentes, tiernas canciones de banco y guiones de 30 segundos sobre un producto que apenas se entrevé en medio de ráfagas de ‘close ups’ de nalgas doradas de muchachas en flor en una playa imposible. Otros alcanzan, mimados por la fortuna, el parnaso de la televisión y se convierten en guionistas o parlamentistas de telenovelas, y amasan pequeñas fortunas escribiendo en la mañana los diálogos que recitará una diva efímera en la noche, o imaginando, en aras del raiting, la manera de resucitar al galán que mató la semana pasada. Otros reman en el fondo de las galeras de los periódicos escuchando los valses de la orquesta, las risas y el tintineo de las copas de las fiestas que hacen en cubierta hombres y mujeres que no escriben una línea pero se llevan la parte del león del negocio y arrojan huesos a medio ruñir a los oscuros remeros. De mil jóvenes que se inician en literatura, 900 desertan hacia otras profesiones, 99 encallan en algunos de estos oficios seudoliterarios, y quizá uno llegue a ser escritor. De mil escritores, diez alcanzan reconocimiento y notoriedad, y dos o tres de estos hacen dinero (aspecto a considerar porque, como anotó Grucho, “hay cosas más importantes que el dinero, pero son muy caras”. Para los otros siete, empieza el calvario de los segundos 40 años. Las revistas y los periódicos les publican hasta sus estornudos (ya son ‘firmas’: los publican porque son conocidos y son conocidos porque los publican) y el hueso ruñido cae acompañado de una aceituna; los que antes no les pasaban al teléfono ahora los llaman; no pasa un día sin que los inviten a disertar sobre ‘La narrativa de la guerra’, ‘Literatura y PNL’ o ‘Poesía digital’ con honorarios poco honorables.Con todo, hay que seguir adelante y decir como Emiliano Zuleta, cuando le preguntaron cómo le había ido con la música. “Muy regular –contestó el autor de La gota fría–. Pero me habría ido peor si los empresarios hubieran sabido que yo estaba dispuesto a pagar por hacer música”.Sí, un oficio ingrato este de la escritura, pero necesario, casi tan bello como la gimnasia rítmica y no menos importante que el oficio del médico, la modista o el zapatero. A él seguiremos consagrados hasta el fin algunos porfiados, así no vuelvan a caer a nuestros pies el hueso ni la aceituna.