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Los secretos del hacedor

Cuando me invitan a hablar sobre creatividad, siempre tengo dos reacciones: la...

16 de julio de 2015 Por: Julio César Londoño

Cuando me invitan a hablar sobre creatividad, siempre tengo dos reacciones: la primera es aceptar (“si Dios te manda oro, abre la mano”, dice un adagio judío). La segunda es entrar en pánico. ¿Qué voy a decir, si nadie sabe nada sobre los procesos creativos? ¿Quién puede saber cómo se convierte en música el silencio, la inmovilidad en danza, de dónde sacan los pintores la luz, con qué sortilegio anima a sus personajes el dramaturgo, cómo se las arregla el poeta para decirlo todo con apenas un puñado de letras?Una solución es utilizar la “estrategia fenicia”. Consiste en desviar sutilmente la discusión de la creatividad hacia un tema que uno conozca bien, digamos la crítica literaria o la poesía fenicia, y asestarle a la concurrencia un discurso asaz esotérico.Otra solución, más elegante, es ponerse erudito y contar los meritorios esfuerzos que han hecho los sabios cuando los han puesto en el apuro de explicar lo inexplicable, y recordar que, básicamente, se han intentado dos respuestas: la primera sostiene que el trabajo delicado lo hacen las musas, y el artista es sólo un médium, un escriba que les toma dictado.La segunda cree que todo, lo fino y la “carpintería”, se lo debemos exclusivamente al artista.La primera opción no es tan descartable como pudiera pensarse. Incluso los creadores más escépticos reconocen que tienen momentos fecundos, momentos de inspiración, y periodos en que los dioses los abandonan y sufren una especie de bloqueos mentales que los hacen absolutamente estériles.Para muchos la palabra musa es anacrónica. Prefieren echar mano del vocabulario de la ciencia y asegurar que la creación, como el amor, es un fenómeno bioquímico. Sus musas son, pues, la serotonina, la testosterona, la adrenalina y otros opiáceos naturales que el cuerpo produce siguiendo los dictados del cerebro o los caprichos del alma.En un ensayo sobre el tema, Jorge Luis Borges manifiesta su extrañeza ante el hecho de que los griegos, esos racionalistas, creyeran en algo tan romántico como las musas, mientras que Poe, romántico siempre, quiso explicar el milagro de la composición literaria como el resultado de un proceso puramente intelectual (aludía Borges a la costumbre griega de no escribir una línea sin invocar la ayuda de potencias superiores, “Canta, oh musa, la cólera del Pélida Aquiles”, se lee al frente de la Ilíada, mientras que Poe, romántico en la elección de sus temas y hasta en su estilo de vida, urdía métodos racionales para llegar a la escritura poética).Paul Valéry, el segundo gran crítico del Siglo XX, descreía de las musas. “Un artista -afirmó- tiene que ser dueño de su arte en todo momento. Así, cuando se le encargue un poema sobre la primavera, por ejemplo, debe estar en condiciones de responder: “Sí señor, mañana a la cuatro de la tarde estará listo”, en lugar de estar supeditando los resultados a la incierta visita de esas deidades caprichosas. Lo menos que podemos pedirle a un profesional, cualquiera que sea la materia de que se ocupe, es el dominio de su oficio. Estoy seguro de que al poeta no le gustaría que el cirujano le dijera, en vísperas de la intervención: “Espero que mañana mis dedos tengan uno de esos raros días de inspiración”.Personalmente, creo en las musas pero estoy convencido de que solo visitan a los más aplicados. O como dijo un gracioso, que la inspiración es producto de la transpiración.