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La pregunta del sacerdote

A mediados del XIX vivió en Quillacollo, Bolivia, Jacinto Panajachel. Era trigueño,...

6 de diciembre de 2012 Por: Julio César Londoño

A mediados del XIX vivió en Quillacollo, Bolivia, Jacinto Panajachel. Era trigueño, tenía pestañas muy indias, ojos grandes como de llama y mejillas quemadas por el aire de los Andes. Vivía corriendo porque era el mensajero de Quillacollo. Un día, el carmelita Arturo Domingo se fijó en su manera de hablar. ¿Vas a la escuela?, le preguntó. No, dijo Jacinto. Al día siguiente el niño estaba en la escuela y dos meses después en el Seminario Mayor de La Paz. Su atraso académico no hizo sino resaltar su talento. Descolló en latín y patrística, y se graduó con una tesis laureada, Libre albedrío y precognición divina. “El padre Panajachel logra conciliar, con lógica elocuente, la libertad del ser humano y el conocimiento previo que de sus actos tiene Dios”, rezaba el acta del jurado. Como premio, recibió una beca para continuar sus estudios en París. El Abad lo acompañó a la estación. Conversaron. ¿Cuál es el sentido de la vida?, preguntó Jacinto. El amor, dijo el Abad sin titubear.En la Sorbona estudió filosofía secular y demostró con rigor geométrico que el misterio de la Santísima Trinidad era un falso problema porque ya estaba resuelto, de manera implícita, en el panteísmo de Baruch Spinoza. Su profesor de hebreo lo invitó a celebrar y el padre Panajachel aprovechó para preguntarle: ¿Cuál es el sentido de la vida? Nadie lo sabe –reconoció el profesor– pero hay una noble respuesta yiddish: debemos dejar el mundo mejor de como lo encontramos. Días después interrogó a un conserje cuyas canciones ponían una nota de color en el austero claustro. Bajando la voz, el hombre dijo: He descubierto que la vida no tiene un sentido, señor. Ella improvisa, como la naturaleza, como los grandes artistas; por eso el mundo es a veces confuso, a veces bello. Admirado, pero aún insatisfecho, viajó a Italia y trabajó en el Observatore romano. Claros y vigorosos, sus artículos contrastaban con el cauteloso estilo del periódico. Un día lo mandó a llamar el patrón en persona. Sin retirar sus pies de la panza del enorme perro de aguas donde solía calentarlos, Pío IX respondió: No sé cuál sea el sentido pero voy a recordarte un sentido. El hombre debe matar la bestia que acecha en su corazón, fiera mezquina y concupiscente. El sacerdote besó dos veces el anillo sagrado y salió presintiendo que la respuesta estaba cerca.Un año después le preguntó al Dalai Lama: ¿Cuál es el sentido de la vida? Lo ignoro, pero conozco un truco –dijo el Dalai Lama, le ordenó al padre Panajachel que formara un cuenco con sus manos, y lo llenó con tinta negra. Al instante se formó allí la imagen de un carmelita. Si lo conoce, búsquelo, sugirió el Dalai Lama. A los pocos días, el carmelita Arturo Domingo abrazó a Jacinto en Quillacollo y le dijo: No hay misterio: nuestro deber es dignificar la vida encontrándole una razón. O muchas. Darle un sentido al caos, cualquiera que sea, es más sensato que postular significados ocultos del mundo, cosa que me parece demasiado… novelesca. El carmelita dijo algo más pero el padre Panajachel perdió el hilo porque los ojos se le fueron tras los pasos de una bella muchacha que pasaba. El carmelita sonrió compadecido. Pobre muchacho –pensó–, no acaba de resolver un misterio y ya está encontrando otro.