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La mala prensa del trabajo

Todo el mundo lo maldice, hasta Jehová, pero la verdad es que...

14 de agosto de 2014 Por: Julio César Londoño

Todo el mundo lo maldice, hasta Jehová, pero la verdad es que el trabajo nos gusta más de lo que queremos reconocerlo. Usted dirá que trabajamos porque toca, pero si miramos la “agenda” del fin de semana, nuestra adicción al trabajo resulta patente. La gente dedica el sábado y el domingo a arreglar las chapas o los electrodomésticos, cuidar el jardín, lavar el vehículo, cocinar, ordenar papeles, hacer ejercicio, practicar un pasatiempo, cumplir compromisos sociales, leer, revisar las tareas del agregado y los cuadernos de los hijos y salir con el cónyuge y la prole: es decir, seguimos trabajando.Sólo en el trabajo, para bien o para mal, hallamos los terrícolas reposo. Dirija la mirada a cualquiera de los puntos cardinales, visite cualquier país, revise la historia de cualquier siglo y no hallará sino pruebas de la frenética laboriosidad de la especie: ciencias, artes, guerras, oficios, monumentos, viandas, encajes, primores, joyería, engranajes, inventos, artesanías, puñales, poemas, vasijas, perfumes, agujas, dedales, intrigas, romances, anales...Los sabios de Oriente creen que esta obsesión de estar haciendo cosas obedece a un desarreglo nervioso, y que solo una persona muy sana es capaz de no hacer nada durante largos periodos. Quizá sea así, pero la inacción absoluta, el estado contemplativo puro (el desarreglo nervioso de Oriente) es algo que no nos cabe en la cabeza a los occidentales. En la raíz de todas las actividades humanas hay tres pulsiones básicas: la pulsión lúdica, que opera por el placer elemental de manipular arcillas, colores, palabras, virus, ideas, armas, información o multitudes; la pulsión económica, que persigue el estipendio; y la trascendente, que es comunicación, comunión con el otro, filantropía, catarsis, delirio de transformar el mundo. El trabajo ideal debe satisfacer en alguna medida esas tres pulsiones: debe gustarnos, ser bien remunerado y cumplir una función social. El diseño de toda utopía tiene que apuntar a brindarles a las personas la posibilidad de alcanzar este ideal.De las tres, Confucio privilegiaba la pulsión lúdica: «Consigue un trabajo que te guste… ¡y no trabajarás un solo día de tu vida!».Si nos atenemos a las Escrituras, el trabajo es el resultado de un severo castigo divino («Ganarás el pan con el sudor de tu frente») y fue una de las tres graves consecuencias del pecado original. Las otras dos fueron la pérdida de la inocencia y de la inmortalidad.Bien vistas las cosas, hicimos un buen negocio. La inocencia, una cualidad negativa, fue reemplazada por la aparición del sentido ético -la capacidad de diferenciar entre el bien y el mal- y dio lugar al florecimiento del morbo, la sal del erotismo, la “fuerza tectónica” que despertó al magnífico animal que dormía en el fondo de la pelvis de nuestros bíblicos padres; la curiosidad, que nos llevó a probar el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, nos inscribió para siempre en el camino del conocimiento; el sabernos mortales no hizo sino aumentar el valor de la vida; el trabajo, la maldición de Jehová, llenó de sentido la insulsa existencia de Adán (excluyo a Eva porque fue su desobediencia la que nos redimió a todos, incluido el zonzo de su marido). Fuimos arrojados del Paraíso… y ganamos: vinimos a dar a un mundo más rico porque contiene infiernos y paraísos. ¡Otro castigo así, y seremos libres de toda bíblica ñoñez!