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La estrella y la plegaria

Juro que lo digo sin el ánimo de molestar: el valor moral...

27 de septiembre de 2012 Por: Julio César Londoño

Juro que lo digo sin el ánimo de molestar: el valor moral y literario del Padre Nuestro está sobrevalorado. Lo leo y lo releo y no encuentro las razones de su prestigio. El título es magnífico, sin duda: el Padre Nuestro. En latín ni se diga: Pater Noster (en latín todo suena distinguido y solemne). La primera estrofa es la mejor. No dice nada pero lo dice con humildad, con el tacto necesario para dirigirse a una potencia tan irascible como el Jehová del Antiguo Testamento: “Padre nuestro/ que estás en el cielo/ santificado sea tu Nombre/ venga a nosotros tu reino/ hágase tu voluntad/ en la tierra como en el cielo/”. Pero la segunda estrofa es un cúmulo de desaciertos: “Danos hoy nuestro pan de cada día” sería un verso bello sino fuera tan descaradamente limosnero. Mucho más digno hubiera sido, me parece, pedir fuerzas para ganar el pan. Lo que sigue es insólito y no se compadece con la humildad de la primera estrofa: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Es demasiado: los mortales dando ejemplo de tolerancia a la divinidad. ¡Sé tolerante, como nosotros! Para rematar: “No nos dejes caer en tentación”. Es un versículo que oscila entre la irresponsabilidad y la herejía. Es irresponsable porque insinúa que, si caemos, es porque Él nos dejó caer. Gravitas gravitatis. Y es hereje porque conmina a la divinidad a violar nuestro libre albedrío. Es difícil cometer más errores en menos palabras. Si yo fuera Papa, o al menos nuncio o camarlengo, propondría que reemplazáramos el Padre Nuestro por este rutilante párrafo de Carl Sagan: “Salvo el hidrógeno, todos los átomos que conforman nuestro cuerpo (el hierro de la sangre, el calcio de los huesos, el carbono del cerebro) se formaron hace miles de millones de años en estrellas gigantes rojas. Somos, pues, polvo de estrellas”.Es evidente que estamos ante una escritura mucho más sólida y ecuménica, una plegaria cósmica que igual podría suscribir un cristiano, un musulmán, un judío o un ateo. Un ciclista o un astronauta.Hace unos años estuve en Princeton en un congreso de periodismo científico. En la mesa principal, en la cena de clausura, estaban el vicepresidente de los Estados Unidos, Steve Jobs, Stephen Hawking y catorce premios Nobel. Mi mesa estaba bastante retirada de allí, pero mi vecina (el Padre es grande) era Ann Druyan, la esposa de Carl Sagan, una escritora notable, bella y muy tímida. Entonces recordé el rumor que corría: que las mejores frases de los libros de Sagan eran en realidad de Ann, y le pregunté si el párrafo de las estrellas era suyo. Ella se ruborizó de pies a cabeza, bajó la mirada y dijo con un hilo de voz: “Son habladurías de la gente”. En ese momento tuve la certeza absoluta de que ella era la autora del párrafo.Luego se animó con los vinos y la música y me explicó que Sagan debía acentuarse Sagán, porque es un apellido francés. “Pero hay algo peor –estaba casi indignada–: con frecuencia el texto es mal citado. El original dice: Somos, pues, polvo de estrellas que piensa sobre las estrellas”.Es una vuelta de tuerca magnífica, sin duda, pero demasiado sofisticada. La versión mutilada tiene una simplicidad insuperable. La grey sabe cómo hace sus cosas.