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En la muerte de Steiner

El lunes murió George Steiner, el último hombre que lo supo absolutamente todo.

6 de febrero de 2020 Por: Julio César Londoño

El lunes murió George Steiner, el último hombre que lo supo absolutamente todo. Y no vivió en el Renacimiento, cuando ser erudito era una tarea relativamente fácil, sino hoy, cuando el conocimiento es muy especializado y abstracto, cuando la realidad no es algo tangible sino una ecuación, la sombra del número, el eco de un fonema.

Pero no se limitó a saberlo todo (una actividad más bien circense) sino que volvió a repensar la historia, las ciencias, las artes; a recombinar los elementos y especular con agudeza; a descubrir las cosas nuevas que se ocultan en los escombros de los conocimientos viejos.

No contento con esto, puso sus reflexiones en una prosa magnífica. Sabía que la estética no es un adorno sino una herramienta muy aguda, la mejor manera para que un pensamiento resulte agudo y perdurable.

Para sus alumnos, era el profesor de literatura comparada. Para los intelectuales, un señor que se movía con agilidad pasmosa en las intersecciones de las ciencias, las religiones, las humanidades y las artes. Ejemplo: “Ningún periodo de la historia ofrece un conjunto de tensiones tan maravilloso como los Siglos XVI y XVII: la fe y la Reforma se renuevan combatiendo el ateísmo más o menos clandestino; la astrología se alterna con la astronomía; la geomancia con los comienzos de la mineralogía; la alquimia engendra la química; el estudio de imanes y espejos es inseparable de la nigromancia; el hermetismo y la Cábala inspiran la investigación matemática. Es imposible disociar aquí lo esotérico de lo sistemático y lo científico”.

Fue ateo porque estaba curado de espantos. Aunque era judío, fue antisionista por instinto, por alergia a las sectas y al espíritu militar (si se vale el oxímoron). Murió lamentando el Bréxit y maldiciendo los nacionalismos porque adivinaba que no hay nada más rico que una frontera porosa.

Amaba a los cínicos porque están en las antípodas de la diplomacia. De la ñoñez de lo políticamente correcto. “De las virtudes ya todo está dicho”, dijo. “Lo interesante son los vicios, nuestra ruindad”. Por eso, a este amante de la amistad, sentimiento que consideraba superior al amor, le gustaba repetir la blasfemia de Rochefoucauld: “En la tragedia de un amigo hay algo que no nos molesta”.

Nació en París en 1924 en el seno de una familia judía de origen vienés. Vivó en cuatro lenguas y con la amargura de ser apenas un crítico, no un creador (en las noches lo perseguía la maldición de Saint Beuve: “Jamás se le erigirá una estatua a un crítico”). Murió en Cambridge el lunes a las dos de la tarde. De fiebre, dicen los diarios. Pensaba que traducir un poema es como dejar que entre un rayo de sol en la cotidianidad, y que había un hilo común entre los orgasmos paralelos y la traducción simultánea.

Pertenecía al reducido grupo de autores de metarrelatos, el género que abarca grandes intervalos de tiempo y varias asignaturas: Jorge Luis Borges, Umberto Eco, Bertrand Russell y Yuval Noah Harari.
En un mundo que produce un gúgol de terabites de información por segundo, echaremos de menos al hombre que podía procesarla toda, enriquecerla con especulaciones agudas y poner el resultado de sus reflexiones en prosa de buena ley.

Dejó un diario voluminoso que solo será publicado en 2050 o cuando muera su esposa, lo que ocurra primero. Los editores y los lectores estamos en cadena mundial de oración.

Adiós, profesor Steiner.

Sigue en Twitter @JulioCLondono