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Poetas y policías (I)

Desde que estaba pequeño me llamaba la atención, entre la multiplicidad de dichos en casa, como ‘cagalástimas’ que era el que se quejaba de todo lo que pasaba, o ‘cismático’ el que a todo le ponía peros...

18 de marzo de 2019 Por: Jotamario Arbeláez

Desde que estaba pequeño me llamaba la atención, entre la multiplicidad de dichos en casa, como ‘cagalástimas’ que era el que se quejaba de todo lo que pasaba, o ‘cismático’ el que a todo le ponía peros, o ‘boqueperra’ el que hablaba mal de la gente, el término que pronunciaba mi padre, sin duda no de su caletre sino heredado: “Más bruto que un policía”. Se refería, por ejemplo, al profesor que nos calificaba mal la tarea en la que él nos había ayudado, o al tendero que se equivocaba en las cuentas, o al alcalde cuando aprobaba que subiera exageradamente el impuesto predial.

Cuando fui creciendo y ya pateaba la pelota, me empecé a convencer de la brutalidad policial, cuando el agente que nos perseguía por jugar fútbol en el pasaje Sardi, en San Nicolás -estoy hablando de la Cali de cuando mataron a Gaitán- aburrido de decomisarnos la pelota de letras y tirarla a una azotea de donde la rescatábamos, le pegó un tiro en el suelo a la pobre bola, dándole en la A de Arbeláez, como pudimos comprobar luego en nuestra precaria autopsia. En vista de que el zapatero de la esquina, que era humanista, lector de Víctor Hugo y de Vargas Vila, puso la denuncia por el exceso del ‘tomb’, el señor inspector lo cambió de cuadra.

Cuando me volví nadaísta, o sea enemigo del mundo por donde transitaba muy de camisa roja, me vi sometido a frecuentes requisas dados el pelo largo y la barba de ‘fidelcastro’, en busca de algunas briznas de la llamada por entonces ‘yerba maldita’, esa que ahora usan las abuelitas en pomada contra la artritis. Nunca me hallaron nada, pero por si las dudas iba a dar donde el comisario. Como en las siguientes ‘recogidas’, en busca de indocumentados, o como se llamó después: redadas, olfateando posibles delincuentes o malhechores. Unas horas después me soltaban, como reo de nada, pero al enemigo del mundo -incapaz de capar una mosca-, le seguía creciendo el resentimiento.

Años más tarde, ya en la Bogotá hippie de los años 70, camiones de la Policía nos emboscaban a la salida de algún concierto de Génesis, Terrón de Sueños, Los Apóstoles del Morbo, Dirigible Triste o Gran sociedad del Estado, en el teatro La Comedia, y nos conducían en manada a la inspección de Chapinero, y cuando el resto del combo marchaba a protestar con claveles por la detención indebida los capturaban también acusándolos de asonada. ¡Zonas con la asonada!, cantaban, mientras eran conducidos ante la mirada complacida del alcalde Emilio Urrea, a las cámaras de gases que emitían agentes y vigilantes. Y mientras los predicadores de paz y amor eran sojuzgados, las guerrillas se tomaban los campos y empezaban los gringos camuflados como ‘cuerpos de paz’ a estimular los cultivos de marihuana.

¿Era injusto el rencor que almacenábamos en el alma por estos ‘guardianes de la ley’, apenas justificable por su ‘escaso razonamiento’? ¿O el mal radicaba en las instrucciones que recibían de sus mayores, lo que alcanzaba a alcaldes y ministros de la defensa, que en ese tiempo se llamaban ‘de guerra’?

Fui tomando cariño y comprensión por estos personajes mal pagados por el erario y por la comunidad, en cuya defensa empeñaban su esfuerzo y hasta su vida, pero de la que con frecuencia informaba la prensa de sus desmanes. Compasión que me llegó al alma en la época cuando Pablo Escobar puso precio por la cabeza de cada policía y fueron ejecutados por centenares, en servicio o al llegar a sus casas o en vacaciones.

Por estos días ha vuelto a ponerse en boga lo que se cataloga como ‘estupidez policial’, endilgable a los agentes, por hacer cumplir tal vez en forma exagerada, un nuevo código de Policía con respecto al espacio público, emitido no por ellos, sino por sus superiores jerárquicos. “Más brutos que un policía”, como decía mi padre en sus tiempos. Y me disculpo con los agentes del orden, como también se les llama, por término tan inmerecido como ofensivo. Pero hay momentos que casi lo justifican. (Continuará)

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