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Paraíso sin redención

Están todos mis amigos los pecadores en sandalia recibiendo whisky. En cambio, el señor Gobernador está en La Modelo.

6 de diciembre de 2021 Por: Jotamario Arbeláez

A veces, cuando se me olvida escribir la columna a tiempo, buceo entre mis archivos inéditos en busca de historietas que se me quedaron inéditas. Hoy encuentro una de ellas, escrita hace por lo menos veinte años, cuando Édgard Collazos regentaba en Providencia el Deep Blue. A él va dedicado.

Nadie puede cantar victoria, ni siquiera en el paraíso. Estoy en el Deep Blue, en Providencia, el sitio más acogedor de la tierra para mis huesos que aún no marcan calavera. He llevado a la tumba de René Rebetez un sorbo de ambrosía y un beso sin labios a su Luisa Clemencia; con Claudia y Salomé y Salvador hemos ido a visitar al lanchero de Santa Catalina, Alberto el Capitán Sangre, quien en todas las oportunidades anteriores era un canto al mar de la dicha, y lo hemos encontrado convertido en un saco de polvo encima del tesoro de Morgan que buscó con su pala toda la vida.

“Este lugar es peligroso”, me advierte Édgard Collazos levantando la vista de su novela histórico-erótica acerca de los últimos días de José María Córdoba. “A mucho ateo ha conducido al encuentro con Dios, cuídate y ponte una cachucha, que también el sol te puede tostar”.

Entre las olas caribeñas que revientan contra las playas de Manzanillo, de Bahía Suroeste y de Aguadulce, Salvador hace restallar las erres de René Rebetez con su grito inocente que se pierde entre los arcanos celestes. Salomé recoge las mismas conchas de hace cinco años. Claudia hace las paces con una langosta. Recuerdo que Gonzalo Arango, una noche, bajo este mismo cielo plagado de estrellas, gritó a la inmensidad:
“Dios no existe”. Y desde las alturas oyó una voz que le respondía: “OK, Gonzalo, con eso basta”.

Un joven de apariencia nazarena antes de la crucifixión rosada se me acerca a ofrecerme una Biblia. A pesar de que le digo que ya la leí, y que además me vi tres veces la versión cinematográfica, él insiste con el cuento de que la palabra de Dios debe leerse todos los días. Le muestro que estoy leyendo otros libros sagrados: el Corán, el Libro del recto sendero, el Tibetano de los muertos, Trópico de Capricornio y el Kamasutra. Me increpa que me arrepienta. Que nadie que ponga sus pies sobre esta arena sagrada puede continuar igual de perdido para la redención. He tenido el privilegio de que el mismo hijo de Dios, a través del adolescente alemán, se detenga en mi salvación. En el fondo de mi corazón protesta mi alma esperando al rastafari que me trae el mensaje espiritual que no me ha de entrar por el sentido del oído sino del olfato.
Me desligo de Herr Jesucristo comprándole a menosprecio las páginas del Pentateuco, que arranco del grueso tomo. El joven se duele de mi descreimiento y se aleja caminando sobre las aguas. Soy un verraco, me digo, sacando pecho. En pleno paraíso he sobrevivo a la redención.
Salvador y Salomé gritan que les han aparecido nuevos peces y panes sobre el plato que les sirvieron. Ha desaparecido, en cambio, mi pantaloneta y para emerger a la playa tengo que hacerlo con una mano adelante y otra atrás, como vine al mundo y como salí de Cali hace 33 años, ante el asombro de los turistas encarretados con su nuevo testamento recién adquirido.

Abandono el paraíso de Providencia con el alma insuflada de una autosuficiencia que no cuadra con el cristianismo. Me dirijo a San Andrés, capital del pecado carnal en busca de nalgas. Las encuentro de todos los colores y sabores en el Sunrise Beach Hotel, un infierno de la belleza, donde soy recibido con todos los honores de un demonio de cinco estrellas, para que lea los poemas de mi libro premiado El cuerpo de ella. Dina Merlini, la musa que hace 40 años me lo inspiró, se encuentra entre el público. Está igualita. Solo tendría que corregir el poema Dientes. Están Samuel y Fanny mis compinches nadaístas en el disfrute. Están todos mis amigos los pecadores en sandalia recibiendo whisky. En cambio, el señor Gobernador está en La Modelo.

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