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Paloma sangrienta

La noche que la vi por primera vez, hace añares, entre los...

4 de febrero de 2014 Por: Jotamario Arbeláez

La noche que la vi por primera vez, hace añares, entre los asistentes a una obra de teatro en La Candelaria, me pareció la sardina más divina y sensual del mundo y recaí en la pérdida del sosiego. Era otra de esas irrepetibles que uno quiere tener en su tenedor. Patricia Ariza me la presentó, sostuvimos unos instantes de reloj parado los ojos contra los ojos, adivinó mi taquicardia, me dijo que se iba para la India, le mandé saludes a Buda, se despidió poniendo de bulto la rosa de sus labios sobre mi comisura derecha y salió agarrada de la cintura con el hijo de la pianista Teresita Gómez, un apuesto muchacho con una banda en la frente afrodescendiente que llegaba en ese momento, seguramente a fumarse los cachos que yo sentía. Me dejaron viendo un chispero. El joven perecería achicharrado al tratar de colarse al rumbeadero Quiebracanto por una claraboya electrificada. “¿Y quién es ella?”, pregunté a Patricia, disimulando el viejo verde. “Si se propone, o si se lo proponen, puede ser la actriz de Colombia, Flora Martínez”. Era actriz, pero todavía no tenía personaje. ¿Y que esperaba yo para hacerla heroína? Tal vez mientras anduviera tibeteando podría escribirle la obra que nos inmortalizara. Como trató de hacer Arthur Miller con su desadaptada Marilyn, con The misfits. Pero opté por el periodismo. Por el matrimonio. Por la lectura. En esas andaba cuando me encontré en una librería con Rosario Tijeras, novela de Jorge Franco, que me cortó la respiración. Allí estaba el personaje femenino que podría al fin desbancar a María. Tenía que ser una bandida. Me impactó la gata salvaje que besa para matar. Rosario lo hace primero con sus labios de fuego y enseguida con la boca de su revólver. El magro poeta costeño Fernando Denis me sopló que ya había regresado, y que allí me dejaba el teléfono. “Llámala que yo sé por qué te lo digo”. Pero no fui capaz de hacerlo. A pesar de sentir que daría por ella todo lo que no se me ha perdido. ¿Qué tal si no le interesara pero, y qué tal si me dijera que fuera? ¿Cómo dejar familia y perro y poetas si lograba atraparla, así fuera con una pequeña ayuda del Indio Amazónico, único que nunca me ha fallado? Desistí.De repente me encuentro en una sala de cine con que el personaje corpóreo y el de ficción –a cual más deslumbrante– se unifican en la película del director español Emilio Maillé, en ese ser que mata besando, en Rosario Tijeras, quien confiesa que, una vez hubo empelotado a su violador, en la propia casa de su mamá, “saqué las tijeras que había guardado debajo de la almohada y, ¡taque!, le mandé un tijeretazo en todas las güevas”. Descubro a mi sardina convertida en sirena perseguida por la Policía por su profesión sicarial, en los tiempos de la Medellín de Pablo Escobar. Mientras más asesina, más le como, como decíamos. Bésame con besos de tu boca, reza el Cantar de los cantares, Rosario, porque más dulces que la miel son tus besos. Así acto seguido dispares. De todas maneras, hay besos femeninos que matan amén del arma de fuego. En el amor, y recomiendo subrayar esta frase, toda mujer es un sicario. Potencial, por lo menos.El libro puede ser mejor que la película, pero gracias a la película ahora ella también trabaja en el libro, y se le puede seguir el rastro saltando entre las páginas -armada o desarmada, vestida o desvestida- de la paloma sangrienta en que se convirtió Flora Martínez con Rosario Tijeras. Oh, Flora, con tus labios a lo Angelina Jolie, bésame aunque me quites la vida. Y si no, ayúdame a quitar los zapatos.

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