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Mis amores con la lengua

No recuerdo haber pasado un día de mi vida, desde que aprendí a leer y escribir, en que no haya leído y escrito así sea una página. Imagínense cuánto habrá escrito y leído este personaje central de su propia prosa, ya sobregirado de años y libros.

29 de mayo de 2017 Por: Jotamario Arbeláez

No recuerdo haber pasado un día de mi vida, desde que aprendí a leer y escribir, en que no haya leído y escrito así sea una página. Imagínense cuánto habrá escrito y leído este personaje central de su propia prosa, ya sobregirado de años y libros. Como mi abuela era analfabeta mas no iletrada, y me pagaba un centavo por cada hoja que le leyera antes de dormirnos, me aprovisioné de los tomos más copiosos de la literatura rumbo a su oreja cercada por el caracol de la mano, lo que me dio para comprar esclava de plata. Cuando comencé la lectura de La montaña mágica, ella, que era bien cítrica, me ordenó suspenderla, pues la consideró un cerro de mierda. En cambio se conmovió hasta lacrimar con la Lucila Miller de La hija maldita, de Emile Richebourg y con la Nana, de Emile Zola.

Cuando comencé a parir frases célebres expresé que no practicaba la literatura como un oficio sino como un ocio, no para sobrevivir a todo sino sobre todo para vivir, para divertirme, para jugar. No sé si las vueltas de la vida o los giros de la literatura me han cobrado la paradoja. Ahora debo permanecer sentado todo el día y toda la noche, llueva, truene o relampaguee, esté en buenas o malas relaciones con la señora, con la tensión alta o baja, para costear el agua y el pan y la gasolina y los boletos del circo y las zanahorias para el conejo. Cuando a uno no le pagaban nada por escribir y escribía con toda irresponsabilidad lo que le daba la gana ¡qué divertido era!, aunque a veces corriera el riesgo de ir a parar a la cárcel. Tiempos hubo en que las palabras mal combinadas para el régimen gubernamental, académico o religioso, nos hacían reos de terrorismo verbal y objeto de consejo verbal de guerra.

Yo quiero tener un millón de libros, cantaba parafraseando a Roberto Carlos. Y por mi abuela que los tendría, si no fuera por los que me robaron. Pero no me hago mala sangre. Yo también me robé unos cuantos, y cuando tuve dinero me devolví a pagarlos a las librerías afectadas. Algunas no me lo recibieron, no fuera que lo dejara consignado entre mis mentiras, concediéndole mayor crédito a mi fama de mitómano. Antes bien, me obsequiaron los que escogiera, como recompensa por mi honradez farisaica y en vista de que asistía con el fotógrafo del periódico.

Ya no escribo contra Dios ni contra el tirano. Ni en loor del bandido, del eterómano o del erotómano. Me contento con mirarme mover las manos por sobre las teclas ya borrosas de mi escritorio, errantes por el silencio. Mis manos transparentes de tocar todo lo que tenían que tocar, menos música. Mis manos, condenadas a escribir, si se lo proponían, tan buenos versos originales, pero que como nadie se los propuso, se dedicaron por sí mismas a incursionar en los versículos bíblicos.

Como nunca aprendí otro idioma, me siento todo un señor castellano provisto de ocho tomines. Nada amo tanto en el mundo como mi lengua. Con la cual he llegado, llego y llegaré a todas esas partes que también amo. Una vez una reportera me preguntó que si no hubiera sido poeta qué me hubiera gustado ser en la vida. Y le respondí que amante latino. Y cuando contra atacó con que si volviera a nacer que haría que no hubiera alcanzado a hacer en mi anterior existencia, le contesté que tratar de terminar de leer la otra mitad de mi biblioteca. Ni siquiera se me pasó por la mente lo de insistirle a Amparo Grisales.

De no ser por mi abuela Carlota Arbeláez, de Rionegro, quien no sabía leer ni escribir pero tintineaba en mis ñatas su monedero, hoy no sería escritor y lector de tiempo completo. Como gracias a mi mujer, que no sabía en la que se metía, poso de amante redomado sin pasar por varón domado. Pero ésa ya es otra historia. Que les va a costar otros tres centavos.

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