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Los muertos queridos

En 1968, en los baños turcos del hotel San Francisco, donde disfrutábamos...

16 de abril de 2013 Por: Jotamario Arbeláez

En 1968, en los baños turcos del hotel San Francisco, donde disfrutábamos de las carencias de la vida conspirando con margaritas por cortesía de su propietario el negro Manuel Corrales (q.e.p.d.), quien nos hospedaba mientras adelantábamos nuestra lucha por desacreditar el establecimiento, Jorge Child (q.e.p.d.) se burlaba de mí porque a los nadaístas no se nos había muerto ningún compañero. La vida era por entonces demasiado joven para traernos más desgracias que las propias del existir. Nos considerábamos eternos y ahí estaba la poesía para impedir que alguien nos hiciera el cajón. Trabajábamos nuestros cantos en la poesía, la novela y el manifiesto, pensando que así nos le esconderíamos a la pelona. Antes de abandonar el mundo teníamos que dejarlo en los puros huesos. Despojado de su carne podrida cual era en su totalidad el sistema. Camilo Torres había muerto, qué dolor, qué pena, pero nuestro aliado Diego León Giraldo (q.e.p.d.) se había encargado de inmortalizarlo en una película.Ese mismo mes del año de las revueltas juveniles universales tuvimos nuestra primera baja en el poeta más joven del mundo, Luis Ernesto Valencia, apachurrado por Arne Krag en su carro de carreras, y Gonzalo Arango (q.e.p.d.) hizo una vaca entre los amigos para enterrarlo en algo apenas más grande que una caja de fósforos. Ocho años después, la muerte en ruedas frenó la carrera del profeta en la carretera de Tunja, quien ya reconciliado con Jesucristo lo acababa de hacer también con su carnal Amílcar Osorio (q.e.p.d.), desembarcado de los Estados Unidos para ahogarse a medianoche al caer del bote que remaba en una laguna. En el interregno, había volcado sus afectos en la artista de la chatarra Feliza Bursztyn (q.e.p.d.), a quien la tristeza se la llevó en París. Para salvarse de esta suerte macabra se habían marginado del movimiento el nadaísta de Cartago (q.e.p.d.) y el poeta Guillermo Trujillo (q.e.p.d.), de Medellín. Y el pintor de las islas y las mujeres azules y las casas de  La Candelaria, Kat (q.e.p.d.), fue a caer a Taganga a encender el último toque sin regreso a la realidad. Para espantar a la muerte, Dariolemos (q.e.p.d.) le enviaba sus poemas a Alfredo Sánchez (q.e.p.d.) para publicarlos en Esquirla (q.e.p.d.). Porque hasta los periódicos mueren, como sus fundadores, cuando se les agota el papel.En los últimos tiempos, contemplando el desangre del país, habíamos descansado de asomarnos al hueco donde caen los poetas cuando resbalan. Habíamos acompañado al fondo de la tierra y del mar al agudo y corrosivo Elkin Gómez (q.e.p.d.) y aSamuel Ceballos (q.e.p.d.), luego de haber edificado por 40 años en San Andrés, con su pintura y con su pintora, una maravillosa historia de amor. Hicimos el viaje a Andes, ciudad natal del profeta, a depositar sus cenizas en el mausoleo del nuevo cementerio municipal, precedidos por el señor cura párroco, la banda de guerra de la Policía y el desfile de los estudiantes con uniforme. Mirando a lado y lado cómo la panadería del pueblo se llamaba Gonzalo Arango, la lechería, la lavandería, la biblioteca , allí iban el novelista que cada vez que coronaba un capítulo hacía un disparo al aire, Humberto Navarro ‘Cachifo’ (q.e.p.d.), el cuentista que recogió las modernas historias de la Medellín de rufianes, Jaime Espinel ‘Barquillo’ (q.e.p.d.), y Alberto Escobar Ángel (q.e.p.d.), cuyo corazón nos quedó resonando en cada poema.Con la desaparición de los amigos uno va quedando en los huesos, y cuando desaparezca el último el mundo también habrá muerto. La última ronda se quedará sin quién la consuma ni la pague porque, y esa es la gran diferencia entre la vida y la muerte, a los muertos no les dan vales.

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