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Los dos Álvaros

En la casa de las agujas, en Cali, después del 48, mi...

1 de abril de 2014 Por: Jotamario Arbeláez

En la casa de las agujas, en Cali, después del 48, mi padre, el tío Emilio y el tío político Jorge Giraldo ‘Picuenigua’, víctimas de la violencia partidista que casi les hizo tragar sus corbatas rojas, se ensañaban en vituperios contra Laureano Gómez y su hijo Álvaro, a quienes responsabilizaban de esa violencia.Años después, ya instalado en Bogotá donde llegué a escribir El libro rojo de Rojas para no dejarle robar las elecciones al General, me tocó desde Sancho -fungiendo como creativo publicitario con sueldo de anarquista coronado-, proponer campañas políticas para candidatos conservadores, entre ellos Belisario Betancur, Álvaro Gómez, Andrés Pastrana y Rodrigo Lloreda. No hablo de Noemí, a quien seguí con ardiente amor en su campaña, con la aspiración de convertirme en “el primer ‘tinieblo’ de la nación”. Por eso no me fue tan traumático cuando, a solicitud de Felipe Domínguez Zamorano, editor de los famosos caballos pintados por Álvaro Gómez, me tocó rescatar de la mazmorra donde estuvo el político, sus apuntes de cautivo, para adosar al libro que preparaba en París. Los del M-19 sabían que a muchos intelectuales nos seducían los planteamientos del ‘Flaco’ (Bateman). Me invitaron a visitarlos un par de veces en Santo Domingo, antes de entregar las armas. Envié con un emisario una carta a Pizarro solicitándole los papeles para yo hacer ese favor histórico desinteresado, y a los 10 días tenía el fajo en las manos. El feliz liberado continuaba en París y había roto su compromiso de editar el libro con Domínguez, quien me dijo que entregara el legajo (textos, dibujos y autorretratos) sólo a Álvaro Gómez, quien regresaría en tres días estaría. Me daba susto andar con tal boleta de captura en mi maletín. Pensaba que me tenían detectado los organismos de inteligencia para arrebatármelos. Disidentes del M-19, alvaristas impacientes o delincuentes comunes. Saqué valor e hice donde una viejecita una fotocopia de seguridad y la escondí tan bien que casi no vuelvo a encontrarla. Fui con los originales a casa de Álvaro Gómez y, en presencia de su hermano Enrique, le entregué lo que en lenguaje cifrado bauticé como ‘la lonchera del hijo de Lindberg’ devuelta por ‘los chicos malos’. Agradecido, el hijo de Laureano me dedicó un grabado con sus caballos. Soy libre apareció sin los diarios escritos durante el secuestro. Sólo las cartas con Pizarro, Navarro y Margarita. Lamenté que hubiera desperdiciado tal material, que lo mostraba paseándose por el filo de la navaja. Recordando escenas de infancia. Episodios históricos con personajes como Fidel Castro y Miguel de Unamuno. Reflexiones sobre el poder, el comunismo, el fascismo. Los famosos incendios. Páginas escritas en francés. Correspondencia. Todo un ideario político ahora posmortem.Por 20 años fui el solitario detentador de esa obra en su fotocopia. Una vez me enteré que su familia no encontró esos originales tras su muerte. Ante ello me dije, “¿qué hago con este fusil?”. Decidí que el mejor sitio donde debían estar los documentos, más 4 cuadros que después me entregaron sus vigilantes, era en la Universidad Sergio Arboleda, que es su templo. Encontré el mamotreto intacto debajo del colchón de la cuna de Salomé. En una conmemoración del impune magnicidio, Alberto Casas, su amigo muy dilecto, escribió en la prensa que hubo dos Álvaros, el malo y el bueno. Mis mayores se ensañaron con el primero. A mí me tocó conocer al segundo en su biblioteca. Me dolió que hubiera muerto arrollado por la violencia. Y hasta le hice un poemita.

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