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Las buenas maneras

Fui educado en las normas de la urbanidad de Carreño, en la...

12 de junio de 2012 Por: Jotamario Arbeláez

Fui educado en las normas de la urbanidad de Carreño, en la preceptiva de Ruano y en la instrucción religiosa del padre Astete. Del catecismo me quedó una vaga noción de Dios, que a medida que fui venciendo la ignorancia se me fue precisando hasta la evidencia. En el manejo del idioma me serví de los trucos del culebrero ‘para acariciar la ninfa y domeñar el oso’, lo que me ha de dispensar un escaño en las gradas de la Academia, donde posada tanto se ha dado. Y, para hacerle juego a mi ropa de hombre de mundo, hube de preservar un ápice de caballerosidad y buenas maneras.Desdeñé desde niño los modales inconducentes del comedido etiquetero venezolano, como el de gargajear en el pañuelo, sin que por ello prefiriera los Consejos a los criados, de Swift, ni el Manual de urbanidad para jovencitas, de Pierre Louys, referencia dirigida a eruditos en porquerías.A pesar de la revolución en el comportamiento que entrañó la desmañada vanguardia, y que consistía en reponer de moda la barbarie sobre la tierra, me sorprendía (más por galanura que por galanteo) cediendo el asiento a una dama en el transporte aéreo, tendiéndole la mano para que bajara del carro de fuego y hasta ayudándole a soportar su pesada valija mientras ella sostenía mi volátil paraguas.La primera en protestar fue mi abuela, a quien cuando me acomedía a traerle un asiento para que nos acompañara en la mesa, o me ofrecía para ayudarla a bajar unas escaleras, me espetaba que no fuera sonso que ella no estaba tullida. Luego de algunos años en la capital -donde algo adhirióseme de la finura cachaca-, me allegué a una reunión de descompuestos caleños, y me abochorna referir la mano de rechiflas de que fui objeto por parte del ultratrabado Mayolo, el ido de Guerrerito, el zumbón poeta Farías y el pecueco de Matraca, cuando a la señora de la casa que me alcanzó agua en un vaso atiné a expresarle, haciendo además una flexión de cabeza: “¡Muy gentil!”. “Oigan a éste, que dizque muy gentil, jua jua jua, se nos bogotanizó el hijuepuerca”, y a grito herido continuaban la guachafita. Y lo peor fue que distinguí entre los mofantes a la propia señora de casa.Me propuse comportarme con las féminas con indiferencia calculada, que buenos dividendos me ha generado. No volvieron a echar de menos las formas atentas. Tanto que cuando en un restaurante como Andrés Carne de Res ven a un hijodalgo que se derrite en cortesías y zalemas con su arrumaco, me lo señalan con el dedo burlón y pronostican que ese gilipollas (término que utilizo para aspirar al premio Cervantes) no tendrá porvenir en su devaneo, y que su intensidad no lo conducirá más allá del desplume. Lo que me parece el colmo de la falta de damallerosidad, como dicen los mexicanos.Today (término que utilizo para que me retiren el premio), el que quiere ser un gentleman -si eso a estas alturas de la vida conllevara una distinción- debe desistir de la antiecológica costumbre de mandar flores, así sean de Don Eloy, o las falsamente afrodisíacas cajas de chocolates con menta; o poemas impresos en la Casa Silva. Lo máximo que podría permitirse en el motel con la dama posmodernista sería no arrojar su ropa encima de la de ella mientras la aplancha, porque puede arrugársele. Se fueron pues, ¡ay!, los tiempos en que se seducía a las mujeres con contemplaciones, como se habían ido aquellos en que los trogloditas las conquistaban con un mazazo. Los tiempos giran y las modas vuelven. De pronto veamos en los escaparates garrotes de Gucci, de Valentino o de Versace, promovidos por Pilar Castaño, probados por Amparo Grisales y aconsejados por Viena Ruiz. Si Carlos Fuentes sentenció que lo Cortés no quita lo Cuauhtémoc, ahora podemos pontificar que lo cortés sí quita lo conquistador.

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