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La turris ebúrnea

Pero el hecho de no ser poetas de sindicato no impidió que en nuestras conferencias, manifiestos y escritos de prensa vapuleáramos a la burguesía con toda flema, esto es, con todo el fluido de nuestras mucosas respiratorias

2 de agosto de 2021 Por: Jotamario Arbeláez

Cuando comencé a introducirme como metiche en esto de la literatura, seguramente con vocación pero sin ninguna ilustración en el tema, amigos adelantados pusieron en mis manos, para ‘orientarme’, los libros de Jean Paul Sartre, quien fue explícito en que había que “comprometerse”, pues mientras un niño muriera de hambre en Biafra, la literatura en sí misma no valía como un contrapeso. Y en realidad me sumergí embelesado en su producción novelística, teatral y en su veta autobiográfica.

Pasados los años, y luego de ir a sentarme sobre las huellas de su culo en el Café de Flore, y acompañarlo de corazón hasta el cementerio de Montparnasse me leí La ceremonia del adiós, ese libro terrible de Simone de Beauvoir sobre la decadencia de su amante perpetuo, antes de ir a acompañarlo en la tumba contigua, ya que en la tierra no convivieron en el mismo sitio.

Se pedía a los géneros literarios -excluyendo la poesía, tal vez porque como la define por otro lado, “es la elección del fracaso”- que en razón del ‘compromiso’ llevara un ‘mensaje’. La tal ‘literatura comprometida’, no pasaba de ser por lo general unos bodrios similares a la pintura del realismo socialista. El asunto lo vino a zanjar el izquierdista García Márquez con una frase rotunda: “El único compromiso del escritor revolucionario es escribir bien”. Con mayor razón de los otros. Así subsistieron en la posguerra obras como las de Celine, de Eliot, Pound y Cocteau, del judío antisemita Philip Roth y de Montherlant.

Había otro coco entre los intelectuales de entonces, que era la tal ‘torre de marfil’, mansarda fantasmal donde iban a dar los escritores que le hurtaban el jopo al conflicto, y a quienes se señalaba de enemigos sociales por cultivar una ‘literatura de evasión’. Por la época también nos aproximamos a la obra de los surrealistas franceses, gracias a la antología que nos propiciaba el poeta argentino Aldo Pellegrini, de cuya emanación nos prendimos para volar por encima de la lógica y los conflictos. Muchos de ellos buscaron vincularse a la revolución social pero fueron vetados por los socialistas revolucionarios, como sucedió con nosotros los nadaístas, aunque de nuestras filas entroncaron comprometidos militantes como Pedro Alcántara con su pintura, Pablus Gallinazo con sus canciones, Patricia Ariza y Dina Merlini con su teatro, Álvaro Medina con su crítica, Jaime Espinel con su cuentería y el primer Eduardo Escobar con sus trepidantes poemas que ya no puede ver, al Che, y a Neruda, y al Tío Ho. A los nadaístas de Cali, Elmo, Alfredo Sánchez, Dukardo, Armando Romero, Jan Arb, Augusto, nos salvaron el Zen y Krishnamurti, que nos advirtieron de que no podíamos contemporizar con Sakyamuni supeditados a la jefatura de don Nicolás Buenaventura.

Pero el hecho de no ser poetas de sindicato no impidió que en nuestras conferencias, manifiestos y escritos de prensa vapuleáramos a la burguesía con toda flema, esto es, con todo el fluido de nuestras mucosas respiratorias, no a instancias del partido sino de la dignidad de la vida, mientras en el ínterin seguíamos escribiendo una poesía patafísica, para nada existencialista, que ni siquiera vanguardista pues dejamos atrás la vanguardia. Y es así como ahora entonamos odas a los ángeles encarnados que vienen a saciar nuestras apetencias de antes de irnos.

¿Y para que sirvieron tantas denuncias? Supongo que para nada. No se logró imponer la igualdad, la fraternidad, ni la libertad. A duras penas se logró bañar la tierra, tinta en sangre, de poesía. Nos volvimos indeseables para los de la sartén por el mango viche. Si merecimos cierto afecto de la juventud de la época, fue porque a nuestro insurgente arrebato le mezclamos el rock and tetrahidrocannabinol. A la juventud de ahora le importa un bledo hacerle reclamos a un establecimiento en bancarrota. El mundo se está acabando peor de cuando empezó. Ahora el que está encerrado en la torre de marfil soy yo, en mi turris ebúrnea. Gracias a Dios.

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