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La santidad en el Nadaísmo (2)

Como la característica básica de todo buen santo consiste en rechazar la arrogancia de considerarse tal, renuncia tanto a la presunta santidad propia como a la de sus compañeros de mesa, lo cual a su pesar lo hace más santo.

18 de junio de 2018 Por: Jotamario Arbeláez

(Continúa la crónica de los coqueteos del Nadaísmo con la bienaventuranza). Como la característica básica de todo buen santo consiste en rechazar la arrogancia de considerarse tal, renuncia tanto a la presunta santidad propia como a la de sus compañeros de mesa, lo cual a su pesar lo hace más santo. Y como hemos llenado 60 almanaques, santos hay para todos los días, pues cada día año tenemos alguna celebración, desde los natalicios y muertes, descensos y ascensiones, hasta la promulgación de la perniciosa doctrina, la publicación de tal libro, el ingreso a la cárcel de tal integrante y su dificultosa salida, los viajes estelares y los milagrosos premios de poesía.

Según referencias epistolares del libro ‘X se escribe con J’, publicado por Eafit, el santo que vamos a considerar enseguida, Jaime Jaramillo Escobar, estuvo haciendo trámites -cuando su primer periodo en el nadaísmo de Cali, mientras escribía para el Índice su libro de amor loco ‘Entrepiernas’-, para adquirir el hábito de los ministros de Cristo. A lo que el obispo reciente se opuso porque un caudatario descubrió que el antecesor amaneció muerto con una carta nadaísta bajo la almohada, donde le amenazaban con un nuevo sacrilegio como el recién cometido por los atorrantes de Medellín en la Basílica Metropolitana cuando la Santa Misión. Tuvo que salir nuestro querido poeta con placa de carro, único que no había firmado el mensaje, redactado por el Estado Menor, con el rabo entre las piernas por entre los tanques que desde ya custodiaban la catedral de San Pedro. Años más tarde, cuando sostenía una columna en Lecturas Dominicales de El Tiempo, en la titulada ‘El nadaísmo, escuela de místicos’, aclaraba que todas nuestras blasfemias de condenados no eran otra cosa que plegarias a grito herido.

Durante mucho tiempo, desde los finales años 60, tuvimos el proyecto obsesivo de irnos todos los poetas nadaístas a Providencia -donde un benefactor nos ofrecía en donación un terreno-, a edificar y habitar nuestro refugio monástico, el Nadasterio de los Monjes Juguetones, del cual alcanzamos a esbozar la Regla. Sería a la manera de esos cenobios de anacoretas del Siglo IV en Egipto, como San Antonio del desierto, Pacomio y Pablo de Tebas, según leíamos por entonces en el libro ‘Los hombres ebrios de Dios’, desde luego con un poderoso equipo para escuchar la música rock al tiempo con la de las altas esferas. Sería más una comuna que un retiro monástico en una cueva, como lo estaban haciendo los hippies por todas partes y el poeta sacerdote Ernesto Cardenal en el lago de Nicaragua, en Solentiname, sin descartar la visita o la aparición de los ángeles. Pero antes que a todos, y en la misma isla de Providencia, mientras se dedicaba a La Santa Demencia del LSD, a Gonzalo Arango se le apareció su ángel anticipado con una guitarra, Angelita Hickie, y con ello abortó el proyecto. Se determinó que no habíamos terminado nuestra lucha contra el sistema, que adelantaríamos a cañonazo limpio desde la revista Nadaísmo 70 y, según dictaminó el Poe, hasta allí nos llegaba el embeleco de Providencia y el Nadasterio. Y hay que ver que el temido iconoclasta que nos reclutara hacia el sacrificio, el que rezaba en el manifiesto primero que no dejaríamos una fe intacta ni un ídolo en su sitio, apenas se volvió un ídolo -por lo menos entre la juventud- retornó a la fe. Tener en cuenta que a finales de los 60 se había formado el grupo de los curas rebeldes, Golconda, al que pertenecía el sacerdote antioqueño Gabriel Díaz, dateado por Gonzalo Arango, quien tenía de primera mano informes sobre cómo se iba a manejar esta marejada del Cristo pobre y comprometido, merced a la correspondencia con Arturo Paoli, líder de la teología de la liberación.

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