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La palabra escrita

El escritor defiende esos pequeños cementerios atestados, antieconómicos, insalubres, en donde las...

3 de diciembre de 2013 Por: Jotamario Arbeláez

El escritor defiende esos pequeños cementerios atestados, antieconómicos, insalubres, en donde las cruces de piedra preservan nombres innumerables. Graham GreeneLe dieron al escritor el don de la palabra. Le concedieron el uso de la palabra. Y el escritor hizo con la palabra un tránsito de su sentir humano al corazón de sus semejantes mortales. La palabra es un símbolo, pero acostumbraron al hombre a la aprehensión continua de los símbolos. También es símbolo el color. También es símbolo el sonido. El hombre construyó entonces la tabla de equivalencias entre símbolo y representación. El símbolo consiguió entonces exaltarle el espíritu. Al encargado por excelencia de la palabra, de transmitirla a los demás, se le exigió, por lo menos y por principio, solidaridad humana. Una exigencia justa pero violable. Algunos pensaron que el género de los escritores no tenía nada que ver con el género humano (a lo sumo que gravitaban por accidente sobre la misma costra de tierra, que se alumbraban con la misma luz del aire). Embutidos en la torre de babel de marfil, con las lenguas trabadas, produjeron sus galimatías. Y fueron aplaudidos desde el abismo de babel, desde el abismo de marfil. Otros pensaron que los escritores eran los conductores. Que no había más gobierno sobre la tierra que el de su palabra inspirada. Otros pusieron sus palabras al servicio o a la defensa de determinadas ideologías. Todos pecaron, todos se equivocaron, porque todos eran escritores. Porque ser escritor no es ser filósofo. Mientras el filósofo trata de dar testimonio de la verdad, el escritor debe tratar de dar testimonio de la vida. Mientras el filósofo interroga los cielos arcanos, el escritor debe hacerlo con el infierno terreno. El filósofo especula con el concepto, el escritor lo hace con la palabra. N es filósofo. K es escritor. N y K dan un paseo por el campo. Ambos miran el cielo espumoso de la mañana. N puede decir: - Afirmo que el centro del universo está a dos años luz al Este de la estrella más alta. K debe contestar: - Afirmo que el centro del universo está en el Hombre. Hacia arriba o hacia los lados, hacia cualquier lugar que mire, el hombre solo encuentra un equidistante misterio. Luego el hombre está en el centro. Provisionalmente. Hasta que el misterio del cielo sea abierto. O hasta que muera. Entonces será absorbido por la esencia misma del cosmos. Pero si el hombre mira a sus pies, encontrará que tiene algo de qué aferrarse. La maravillosa tierra que produce manzanas. La tierra que “es su porvenir, su alegre morada y su reposo”. La tierra taladrada por dentro por los buscadores de gemas, por las cañerías imparables, por los convoyes subterráneos, por las lombrices de tierra. La tierra que se despierta ante el estupor de millones de astros. Orgullosa del hombre que la camina. Uno de esos hombres que la camina es el escritor. A quien si le concedieron el privilegio de la palabra, también le concedieron el privilegio del silencio, porque un escritor no es solo lo que escribe sino también lo que calla. No lo que expresa luego de la contemplación, sino lo inenarrable que quedó en él de dicha contemplación.

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