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La estatua de San Nicolás

Hay conciliábulos en el interior de la iglesia. Los señores del barrio...

1 de noviembre de 2016 Por: Jotamario Arbeláez

Hay conciliábulos en el interior de la iglesia. Los señores del barrio van llegando, se reúnen en el atrio, se persignan, atraviesan la nave central, se santiguan, penetran al altar conducidos por el sacristán de traje blanco con rojo, invocan a la santísima trinidad, y de allí derivan por una puerta lateral hacia el despacho de la casa de todos, la del cura. Los complotados del Señor, me parece.He visto entre ellos a mi papá con su traje de paño y el ala de su sombrero caída sobre su ojo derecho y se me hace extraño, ya que él es remiso a todo lo que tenga que ver con la trascendencia.  El señor Perlaza, director de la escuela, asiste con todos los maestros puntual a las reuniones. También los dirigentes sindicales y políticos de los dos partidos. No me extraña ver a don Sixto, que es conservador y devoto de Cristo Rey, pero ahí viene el doctor Rosales, que es gnóstico. Aquí hay gato encerrado.Pasados unos meses se desvela el misterio. Reunidos en la plaza todos los feligreses convocados a través de bandos, vemos descender por el azul del aire, suspendida de fuertes cables de acero a un helicóptero de las fuerzas armadas, una inmensa estatua de San Nicolás con la diestra sosteniendo un báculo altísimo y la izquierda alzada con índice y corazón abiertos a manera de V, lo que según los exégetas crísticos significa “entre mil y mil”, tal como vemos en la imagen del Corazón de Jesús.  Es una escena aérea que veré repetirse cuando sea ya un ateo profesional en una película de Fellini. Se dice que proceden de Alemania, tanto la estatua monumental como el santo viviente que la interpreta, quien será testigo de su perpetua imposición entre las dos torres. Ya de Alemania habían venido los seis relojes sufragados también por colecta para los ojos de buey de las torres, que volarán en pedazos y quedarán marcando y tocando para siempre la una de la mañana, a partir de la explosión de los camiones de dinamita que en la estación del tren varios años después parquearán unos militares.Están todas las fuerzas vivas de la ciudad, como suele decirse, el obispo, el alcalde, el comandante del batallón Pichincha; está el contratista que recibió la colecta de todas las familias del barrio y está el propio San Nicolás con una barba postiza que se le cae. Mientras los obreros pasan de sus andamios a asegurar con cemento la pieza sobre su base, con acento entre alemán y antioqueño el santo pronuncia: “Aquí les dejo mi  imagen para que les proteja de todo mal y peligro”. Yo pensaba que se trataba del italiano Nicolás de Tolentino, del que es devota la abuela, Vitatutas dice que es el equivalente al Papá Noel de los alemanes y al Santa Claus de los neoyorkinos que traen regalos, pero termina imponiéndose la tesis de Víctor Mario de que el inmigrante es Nicolás de Bari, obispo de Mira, en Asia Menor, quien sufrió persecución bajo Diocleciano. Ramiro expresa que le suena que estos dos últimos son el mismo. Escruto la escultura con ojos críticos. Es puro mármol colombiano que he visto en los talleres de Relieves Farves, la empresa que construyó las bancas del parque. Algo me dice que nos  han metido gato por liebre.Encaramado sobre los hombros de la estatua del patricio Ignacio de Herrera, Víctor Mario Martínez apunta con su cauchera y acierta con un guijarro entintado en el ojo derecho del santo, que se conserva azul por algunos años, hasta que la mancha de esta saludable protesta es borrada por la acción correctiva de la intemperie.

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