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Infieles e infieles

Si no fuera por los hombres infieles no habría tantas amantes felices, y hasta esposas

22 de noviembre de 2021 Por: Jotamario Arbeláez

Dirán que soy obseso por el tema, pero como en Colombia no pasa nada, y de lo que pasa es mejor no hablar, sigámonos refiriendo al comportamiento sexual masculino, que es el que marca las demás conductas: las de la búsqueda del poder y de la riqueza, que son hasta el momento -descartando el chontaduro- los dos más poderosos afrodisíacos conocidos.

Hasta las conductas religiosa y moral tienen que ver con el conducto sexual, así sea para castigarlo o sofisticarlo, por la abstención o por el cilicio, cuando no por la desviación. Y la búsqueda de la sabiduría suele expandirse al conocimiento de las posiciones posibles. He conocido devotos que comenzaron con el Ramayana y el Mahabarata y terminaron colgados del Kamasutra y el Ananga Ranga.

Leí hace unos días un curioso informe sobre los infieles -valga el eufemismo-, referido a los que gustan de las conquistas galantes por fuera de casa, a quienes también se califica como romeos, donjuanes, tenorios, milamores, burladores, casanovas, picaflores, tumbalocas y hasta perros -remontándose a irrepetibles épocas de las cruzadas, cuando los caballeros echaban el candado a los genitales de sus señoronas desdoncelladas, y se marchaban precisamente a luchar contra los perros infieles y a rescatar el santo prepucio.

Según los anales del feminismo, no hubo nada más horrendo que ese cinturón de castidad impuesto por los cruzados, que era, a más de denigrante del cuerpo y del espíritu de la dama palaciega, incómodo, antiestético y antihigiénico. He logrado entender que no era lo mismo -y puede que no lo sea todavía- la libertad sexual del caballero que la de la dama. El caballero, de por sí, nació para la conquista y el avasallamiento.
La dama, para que no dejase penetrar la muralla. Si las damas aprovechaban alegremente la marcha bélica de sus caballeros, era posible que al regreso de la contienda el señor feudal encontrara críos que no eran producto de sus huevos sino de los del vecino, con la consecuente desviación de su hacienda y patrimonio, y del honor.

No estoy de acuerdo, pues, con el cinturón de castidad en el cuarto de san Alejo. Ya ni en los mercados de las pulgas se encuentra uno. Podría sofisticársele, hacérselo cómodo, vibrátil, sugestivo, de marca, de calidad, perfumado, con clave, engastado en piedras preciosas, avalado por casas como Dior o Versace. Estoy seguro de que muchas mujeres públicas y privadas lo lucirían encantadas -y hasta desfilarían con ellos por pasarelas- lo que podría generarles generosas prebendas de parte de rijosos plutócratas. En vez de ello inventaron el undoso condón, el condón fluorescente, el condón con espuelas, los cucos con condón, el churrusco, la T, el diu y el norplant, entre otros.

Siempre, desde la Biblia hasta las hordas beduinas y las tribus africanas actuales, se ha tratado de castigar la infidelidad femenina, dejando pasar la del hombre como atributo del ser. Féminas en busca de la revancha predican ahora que su infidelidad es un aporte a la estabilidad del hogar.

Que los preservativos han acabado con la justificación rebuscada del caballeresco cinturón de marras. Pero todavía existen perfectas casadas que se niegan a dejarse pinchar por tales anzuelos. Mujeres de una sola pieza y un solo falo. En ellas está cifrada la resistencia contra la pretendida globalización erotómana.

Si no fuera por los hombres infieles no habría tantas amantes felices, y hasta esposas. Porque es vox populi que no hay mujeres más leales y orgullosas que las de los extrovertidos. Y en esa fidelidad les va la felicidad. Un día su picaflor se dará cuenta de que no hay presa mejor que la que ha tenido siempre distendida en su cama. Y como tarde es mejor que nunca, prometerá regenerarse para disfrutar de sus últimos tiros, ya que las esposas son tan buenas para comer cuento. A la mía ya le eché el mío, en la tarjeta con un gran ramo de mimosas y trinitarias: “Por ti, seré monógamo de mil amores”. Veamos hasta dónde me lleva esta luna de fiel.

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