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Haciendo el amor con risa

Todavía estoy a tiempo de decidirme entre ser autor humorístico o libertino. Para lo primero tengo la vena, para lo segundo el palito.

4 de diciembre de 2017 Por: Jotamario Arbeláez

Todavía estoy a tiempo de decidirme entre ser autor humorístico o libertino. Para lo primero tengo la vena, para lo segundo el palito. Por lo general detesto los chistes, los verdes y de salón, pero amo esos juegos de palabras donde siempre gana el lector. Sonrisa generada por la palabra escrita es caricia del alfabeto. Soy incapaz de describir un coito con medias, pero puedo hacer subir la temperatura a un ente asexual que se me ponga al alcance de un párrafo. Sé muy bien las diferencias que van de una carcajada a un orgasmo, el parecido es que en ninguno puedo parar. Hacer el amor es hacer cosquillas, así como reír es gozar. Se suelen conquistar las parejas con una sonrisa, pero son mejores las sonrisas que van por dentro, las sonrisas verticales bien puestas entre las sábanas.

Ahora que los amantes de la paz -los que desde hace 50 años andamos con el embeleco de que hagamos el amor y no la guerra-, tratamos de celebrarla mientras se le ponen tantos palos en las ruedas para impedirla, es bueno exaltar y glorificar las ardentías sexuales para tratar de pasar el trapo por ese kamasutra de la muerte que representan los cientos de miles de asesinados en todas las posiciones. “Lo obsceno no es el sexo sino la guerra”, sentenció Miller.

He gozado del privilegio en los medios de comunicación donde colaboro de publicar lo que el subconsciente me dicta, subconsciente mal educado en todos esos sitios por donde no circula la gente bien. Desde que me descubrí palabrero por escribir me puse a buscar el tema bajo las yemas y encontré que más que las denuncias sociales y el recuento de las aventuras de mi familia y la formulación teorética del movimiento nadaísta al que pertenezco, me iba de lo lindo por los terrenos de la libido, y así he logrado coronar algunos de mis mejores títulos, como La rosa entreabierta, El arte de pedirlo, El espíritu erótico, El cuerpo de ella, Que se casen los maricas, La chimba ‘e Lola.

Ya los periódicos no se asustan con el tema sexual, y antes bien tienen tribunas donde el sexo se pregona limpia y abiertamente, para gozo de tantos lectores aburridos con lo de verdad corrompido, como es la corrupción envuelta en política. He abdicado, pues, de esas lecturas de libros de superación personal como Así hablaba Zaratustra y El principito, y de esos tósigos socializantes como Los condenados de la tierra y Las venas abiertas de América Latina, y de esas enfebrecidas cumbres lingüísticas como el Ulises, En busca del tiempo perdido y La montaña mágica, y las he cambiado por otros cerros de mierda como son para los virtuosos El satiricón, de Petronio; El Decamerón, de Boccaccio; El heptamerón, de Margarita de Valois, combinados con Mi vida secreta, de Anónimo; El yate del amor perverso, de Nathan Ashburton; Sólo dime dónde lo hacemos, de Mercedes Abad y Cómeme, de Linda Jaivin. De esas lecturas edificantes me han brotado seis cuentos para chuparse los dedos, que he titulado como todo un clásico del erotismo El sexamerón. No negarán que es todo un hallazgo.

Lo extraño de todo esto es que esta difícil pero radical decisión coincide con mi conversión religiosa, que me implicaría una literatura devota, estilo San Juan de la Cruz. Cuando ni siquiera alcancé a ser un Don Juan porque detesto el Tenorio. Aunque como buen lector de la Biblia he encontrado este dístico hermoso y erotomístico en medio del Cantar de los cantares: “En unos agujeros escondidos / haremos nuestro albergue y nuestros nidos”. Los utilizaré como epígrafe. Pido al Espíritu que hoy es mi aliado que me deje caer en todas las tentaciones de la palabra amorosa, que guíe las yemas de mis dedos y me conduzca por esas regiones del paraíso que se suelen confundir con el cuerpo amado.

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