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Feminismo en la cocina

Debo reconocer que Simone de Beauvoir siempre me cayó bien. Sus amores...

21 de junio de 2011 Por: Jotamario Arbeláez

Debo reconocer que Simone de Beauvoir siempre me cayó bien. Sus amores -y sobre todo su copiosa correspondencia con el recluta en el frente-, con Jean Paul Sartre, feo y bisojo, papa negro del existencialismo y quien no era ningún dulce de caramelo, me masajeaban el hígado. Llegué a pensar que formaban la pareja del siglo, cada uno durmiendo solitario en su apartamento, viéndose por las tardes en el Café de Flore para plantearse lo que llamaban “sus intereses ideológicos” y cuestionarse acerca de la náusea y la libertad, la trascendencia y la inmanencia, en frases que daban la vuelta al mundo ante el asombro de su fanaticada.Llegaron a proponer una suerte de alternativa al marxismo, se la jugaron por el compromiso que era la única opción de la libertad, se unieron a ‘la causa del pueblo’. El hombre viajó a la isla del caimán barbudo a escrutar la revolución y escribió Huracán sobre el azúcar. Ella posó el pie en los Estados Unidos donde conoció a Nelson Algren, el autor de esa novela jazzística llevada al cine con Frank Sinatra, El hombre del brazo dorado -quién sabe cómo tendría lo demás. Ella, que había escrito las Memorias de una joven formal, había publicado también un ensayo sobre El Marqués de Sade y otro sobre El segundo sexo, que la disparó al liderazgo. En sus libros, casi todos autobiográficos, contaba no sólo del devenir del pensamiento filosófico de la pareja, sino de los devaneos sexuales del tuerto con sus amigas. Hay que reconocer que fue ella quien escribió las más bellas y emotivas páginas sobre las novias de Sartre. Pero también algo tuvo que ver en la ruptura del filósofo con su amigo de vida y de ideas, con Camus, quien le saldría adelante con el premio Nobel. Cuando años después se lo concedieron a él, de pura piedra lo rechazó de un plumazo.Sartre la llamaba “el castor”, y a esta niña de sus ojos le dedicó casi toda su obra y por los menos diez mil cartas. Cuando Jean Paul murió ella publicó el libro más desgarrador acerca de los humanos condenados a ser pareja, La ceremonia del adiós. Se quejaba de su incontinencia urinaria sobre el sofá, que la obligaba a despacharlo a su etage. Pero en el camino lo atalayaban colegialas coquetas, a quienes acariciaba con su morbo senil mientras a su turno lo ‘chalequeaban’ para bajarlo de la moneda menuda que ella le permitía. En la introducción a este libro, la de Beauvoir advierte a su amante que “si bien ahora está en la cajita, no me reuniré con usted: aunque me entierren a su lado, de sus cenizas a mis restos no habrá ningún pasadizo”.Se distinguió por ser adalid de las feministas y una de las mujeres peor vestidas del mundo. Publicó sus cartas completas a Sartre, el hombre más lúcido de este siglo -a quien trataba con una confianza existencialista rayana en el maltrato-. Y otra editorial editó sus cartas al breve amante norteamericano, Nelson Algren, que está causando pánico entre sus adoratrices, pues la dama del brazo de hierro lo da a torcer, al escribirle frases como: “Lo amo tanto que seré buena, lavaré los platos y barreré y no tocaré sus cabellos si no me autoriza”. Ahora me cae mejor la mujer del papa. Lo que deberían hacer las feministas, en lugar de rasgarse las vestiduras, sería seguir su ejemplo. Lavar platos oyendo jazz.Sartre y Simone de Beauvoir yacen ahora juntos en el cementerio de Montparnasse, sin que los una ningún pasadizo. Nelson Algren yace solo en su cementerio, escuchando la trompeta de un ángel de yeso. Porque si no hubiera muerto estaría, como el músico personaje de su novela, o como cualquier norteamericano bacano, metiendo ‘perico’.

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