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El día de los novios

Así se llamaba la fiesta, en principio. Y por esos tiempos sí...

18 de septiembre de 2012 Por: Jotamario Arbeláez

Así se llamaba la fiesta, en principio. Y por esos tiempos sí que era triste ser pobre. Uno andaba todo el año lleno de novias, con las que no pasaba de chupar trompa y brillar chapa en el amacice de los bailes de barrio. Pero al acercase septiembre, había que buscarles la pelea a casi todas, porque no alcanzaba más que para el regalo de la favorita, por lo general una esclava bañada en oro. Lo indicado era hacerse el celoso con un rival lo más imposible posible, para después tener la ocasión de disculparse por haber dudado de su buen gusto. Ellas en el fondo, comprensivas y ahorrativas, agradecían el detalle. La novia era aquella a la que uno hacía la visita de puerta, todo el tiempo parado, e incluso de ventana, que propiciaba ligeras caricias de senos a través de barrotes rococó de níquel aleado con hierro, antes de acceder a la sala, donde la suegra tejía, pero de donde piadosa desaparecía sus buenos ratos a preparar el café, confiada en que uno cuidara de los forros del sofá. Era peor el trance de la novia sin recursos para ese día, si ya había recibido la prenda del adorador y salido a caminar con él de la mano por la orilla del río, por entonces poco iluminada y menos aún frecuentada. Era la ocasión en que para quedar bien con el novio le daba la doncella la pruebita como el regalo mayor, si no la más comprometedora por lo menos una de las otras dos o tres alternativa de complacencia, ya fuera contra un árbol añoso o, ya más relajados, sobre una banca de granito o sobre la suave yerba de la ribera. Así no faltara el sapo chistoso que pasara croando, más con ánimo de perturbar al envidiado galán que por tirárselas de moralista: “¡Pagale pieza!”.No les preocupaba tanto a los empresarios la caída de las vestales como la caída de las ventas de los regalos, siendo como era Cali la capital del amor. Sin repensar que lo que no vendían por esa fecha en chucherías para novios lo compensarían meses más tarde en escarpines, pañales y baberos para el producto de aquel primer asalto que con el correr de los días continuaría. No era pues el indicado ese término para las ventas. Para acrecentar la demanda transformaron ‘día de los novios’ por ‘de los enamorados’. Así ingresaban los casados, los amantes y todo aquel que estuviera prendado de alguien, de distinto o del mismo sexo, correspondido o no. Mejoró mucho. Pero los comerciantes son más insaciables que los amantes y se le iluminó el bombillito a su creativo publicitario. La amistad era una franja más amplia y hasta más firme que el mismo amor y más necesitada de estímulos para manifestar hasta dónde quiere el amigo al amigo o a la amiga y la amiga a la amiga o al amigo. Y ahí sí que hicieron ochas y panochas. ‘Día del amor y la amistad’, hágame el favor. Todo el mundo se ve en la obligación de regalar para conservar su estatus y porque con lo recibido suele compensar lo dado. El hecho es que -después de todas las vueltas que da la vida y de elegir la profesión de poeta, la segunda más antigua del mundo-, llegué a amasar, merced a la publicidad que fue mi actividad alterna amén del periodismo, cierta fortuna que dilapidé en libros que no he leído. Estoy otra vez como cuando era joven y virgen. Inope. En los últimos años he visto cómo en mi biblioteca se amplían los huecos en los entrepaños, convertidos esos tomos en regalos a la señora, a mis familiares y a los familiares de mi señora, a mis amigas y a las amigas de ella, a los amigos, y hasta a los enemigos para darles en la cabeza. Aunque en realidad enemigos no tengo, pues mal podría considerar como tales a unos cuantos amargados -que sospecho son uno solo impostando imbecilidades distintas-, que después de disfrutar las delicias de mi estilo se dedican a eructar cuchufletas.

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