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El derecho a la ignorancia

Es regocijante encontrar uno en las redes (único lugar de paseo seguro en los actuales momentos), aparte de los coqueteos políticos, laborales, amorosos y familiares, párrafos certeramente analíticos.

14 de diciembre de 2020 Por: Jotamario Arbeláez

Es regocijante encontrar uno en las redes (único lugar de paseo seguro en los actuales momentos), aparte de los coqueteos políticos, laborales, amorosos y familiares, párrafos certeramente analíticos acerca de la realidad del país y del mundo. Entiendo que cuando se dice certeramente es porque uno está de acuerdo con ellos, y desde luego muchas personas que militan en la otra orilla de la razón estarán en contra. Pero bueno, seguirán siendo motivo de sana confrontación, sin desconocer los inevitables epítetos enconosos.

Me refiero a los escritos de circulación virtual de Teresa Consuelo Cardona. Tuve el don de conocerla y escucharla en un reciente festival cultural. Y francamente que quedé capturado. Es una mujer de armas a tomar, pero no para disparar, sino para quitarles las balas. Es cucuteña, vive en Palmira, y se dice que aspira a ser alcaldesa, lo cual sería una redención para esa ciudad. Ha sido docente universitaria, como periodista ahora sostiene su columna Baukará, en la que trata temas que conciernen a todos quienes buscan salidas a los embrollos sociales.
Perspicaz investigadora y conferencista. Y como si ello fuera poco, autora de sugestivos poemas. Tiene todos los valores de la activista humanista. He leído por Facebook sus reflexiones acerca de los derechos humanos, la matanza de líderes, los abusos sexuales, los problemas de educación, la ignorancia acumulada en el tiempo, el patrioterismo inútil, el poder de la juventud. Todo un programa de gobierno, dirían los prevenidos. Ojalá con esa firmeza lo hicieran algunos de los que pretenden llegar al solio.

Me llamó la atención entre sus apuntes cáusticos el siguiente: “Estaba en una reunión explicando cómo nos expropian la educación y condenan a la gente a la ignorancia, cuando un hombre levantó su voz amenazante y me dijo: ‘Deje de joder, yo tengo derecho a mi ignorancia’. Esa reivindicación de ‘su derecho’ no es sólo sorprendente, ni triste, ni superficial. ¡Es aterradora! Sobre todo, porque a algunas personas les pareció que el señor tenía razón. La ignorancia, entendida como un derecho que se defiende, es la cicatriz imborrable en la piel de la conciencia ciudadana y es, además, la dolorosa cita con la prehistoria. Es el resultado de un proceso de decadencia que retiró la educación humanística del pénsum, que empobreció a los ciudadanos, que marginó a los pobres, que exterminó la resistencia y que pretende borrar de la faz de la tierra los derechos de las personas. Un proceso tan discreto e hipócrita, que termina acusando a la gente de su propia ignorancia. Y lo que es peor, termina haciendo que la gente defienda su ‘derecho a la ignorancia’”.

Bravo doña Teresa Consuelo. Es lo que se llama poner el dedo en la llaga. Cuando los huérfanos del conocimiento son víctimas de sí mismos, y cantan su carencia como victoria. Lo patético no es sólo la frase del ignaro insigne, sino que parte del público se levantara a aplaudirlo. Que alguien proclame “su derecho a la ignorancia”, tal vez invocando el libre desarrollo de la personalidad, como si esta pudiera desarrollarse desde el desconocimiento, le da validez a ese pronunciamiento de Darío Echandía: “Vivimos en un país de cafres”, es decir de ignorantes y a la vez atrevidos.

Frases como esa hacen recordar la que se atribuye al ministro de educación nazi Joseph Goebbels: “Cuando oigo la palabra cultura saco mi pistola”. Y la del general falangista Millán Astray, en presencia de Unamuno a quien quería destruir: “Muera la inteligencia. Viva la muerte”.

Alegarán que el sabio de los sabios, Sócrates, declaró: “Sólo sé que nada sé”. Ello tal vez en el interrogatorio por sus presuntos delitos, pero lo divulgó Platón que era el que escribía, fuera del contexto. Pudo ser también humildad ante su propia sabiduría e ironía a la de los otros.
Cierra el capítulo Domingo Faustino Sarmiento con la lapidaria consigna: “La ignorancia es atrevida”.

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