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El cumpleaños de Emilia Curtis

Salomé se instaló en Barcelona, donde hizo buenas migas con el gringo- italiano Jeff Curtis, de familia materna siciliana, de donde era mi ídolo robinjudesco Salvatore Giuliano.

21 de septiembre de 2021 Por: Jotamario Arbeláez

No sé dónde pesqué el infundio de que no debía tener descendencia. Tal vez de esos informes sesenteros sobre la superpoblación que asolaría al planeta al tiempo que el alimento escaseaba, lo cual terminaría con los unos comiéndonos a los otros, lo que no iba con mi apetito, ni porque fuera vegetariano. Y mal podía haber heredado alguna tendencia caníbal, pese a mis antecedentes indígenas.

Me dejé imbuir por ciertas teorías sobre el control de la natalidad que nadaban en el ambiente. Por algunas consejas del novelista Vargas Vila.
Pero sobre todo por el fracaso de las uniones con fruto de algunos contemporáneos veinteañeros de escasa fortuna, quienes en la pronta ruptura con las mujeres de sus sueños pasaron a vivir la pesadilla de no poder volver a ver a sus críos. Para acentuar mi renuncia a la descendencia había abdicado del apellido y me firmaba Jotamario, a secas, como cualquier maestro oriental.

Enemigo del condón por recomendación papal, me convertí en asistente reiterativo del aborto en las peores condiciones como eran las de entonces, con la visita a los antros clandestinos de la comadrona, y todo por cuenta de la perjudicada, como se decía entonces. “Debería de darte vergüenza”, me regañaría mi madre cuando se deba cuenta. Pero qué podría haber hecho yo con tanta criatura. Me moriría de la tristeza de no poder verlas, y en caso contrario, ellas seguramente de la penuria por serme imposible sostener el superpoblado jardín.

Así me mantuve hasta cerca de los 50 años, ya convertido en creativo publicitario con aspavientos de hippie integrado al jet-zen. Cuando me llegó la que era, mi Claudia 7, a hacerme un reportaje que resultó más largo que las mil y una noches, de donde surgieron primero Salomé y tres años después Salvador, dos personajes que no es porque sean mis hijos pero parecen hijos de Scherazada. Dignos de este poeta enemigo de las armas pero de damas y botellas tomar. Bellos, inteligentes y de carácter, celebrados como milagros por las familias Arbeláez y Jaramillo.

Salomé se instaló en Barcelona, donde hizo buenas migas con el gringo- italiano Jeff Curtis, de familia materna siciliana, de donde era mi ídolo robinjudesco Salvatore Giuliano. Y descendiente, presumo, del héroe gringo de mi adolescencia cinematográfica Tony Curtis, a quien con Burt Lancaster comencé a adorar viendo la película Trapecio, cuando fungía como vendedor de maní y turrones en el Teatro San Nicolás, en Cali, Colombia.

El 31 de diciembre de 2019, mientras celebramos en La montaña mágica, nuestra residencia en Mara-Villa de Leyva, la pareja que nos visita nos da la noticia del embarazo de quien se llamará Emilia, como la abuela, mientras clamo que si es varón lleve el nombre de Tony Curtis Arbeláez, para darle más lustre al segundo apellido. Regresan a Barcelona. Nacerá la luna llena del 3 de septiembre. Adquirimos pasajes desde febrero para no perdernos el natalicio. En marzo estalla el pandemónium del coronavirus. Ni ellos pueden viajar acá porque él es gringo ni nosotros allá por el cierre de fronteras. Pongo a funcionar mis influencias políticas y diplomáticas, incluso la espiritual de Gregorio Magno, papa y nieto de papa, titular del onomástico, pero la pandemia es más fuerte. Nos jodimos.

Nos transamos por asistir a su primer cumpleaños, con los mismos pasajes y la vacuna doble. Y llegamos preciso a la celebración. En la preciosa casa de Cabrils, desde cuya mesa con la torta vecina de la piscina se otea el mar. Entre los invitados seis preciosas mujeres de varios países, y yo con este arrebato. Pero Emilia es la reina. La nieta de un año en los brazos del abuelo de 80 que no quería descendencia y lo está partiendo el rayo de la felicidad. Le piden que lea un poema y comete la burrada de escoger el arte de pedirlo. Menos mal ninguna dama entendió nada.

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