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El Club de Arriba (1)

Decidí invertir en una cerveza mi último monedaje, e ingresé en el Bar Zhivago, a esperar lo que me deparara la suerte.

16 de enero de 2023 Por: Jotamario Arbeláez

Ahora que estuve muerto, por lo menos durante 5 horas en los titulares de los periódicos y en los noticieros radiales, información sin fundamento que el mismo día terminó opacada por los verdaderos descensos a los infiernos del Rey Pelé y del expontífice Benedicto XVI, antecesor de J. Mario Bergoglio, amante del balompié, me permito recordar lo que me pasó a partir de 1967, cuando a raíz de mi primer percance amoroso quedé convertido en algo menos que un perro sarnoso divagando por las calles de Bogotá. Decidí invertir en una cerveza mi último monedaje, e ingresé en el Bar Zhivago, a esperar lo que me deparara la suerte.

En esas estaba cuando se me acercó un caballero de barba rubia, de unos 30 años, y tras una inclinación de cabeza me preguntó si yo creía en profetas. Le contesté que desde luego, que yo mismo era uno, pero que no tenía ninguna divinidad que me acreditara. La tendrá, me dijo, y me invitó a que lo acompañara al piso de la terraza del edificio, donde unos “espíritus selectos” me habían detectado y le pidieron que bajara por mí.

En efecto, había otros dos personajes sentados en el suelo alrededor de una tabla Ouija, de donde emanaron las palabras de que me hicieran la explicación pertinente y estarían conmigo en unos minutos. En sus reuniones de ocio habían ensayado el artefacto del espiritismo, invocando por ejemplo a Charles Manson y a Juan Roa Sierra. Hasta que les apareció un personaje más luminoso quien les prohibió utilizar la tabla para esas invocaciones y les anunció que a partir de ese momento lo harían solamente con tres personajes de las alturas, que se denominarían para ellos ‘El Club de Arriba’, y eran Agustín de Hipona, Nicolás de Tolentino y Alonso Rodríguez. Su propósito, recuperar el verdadero sentido del sacrificio de Cristo. Y me invitaban a hacer parte de esa cofradía. Con la única condición de abjurar de mi feroz ateísmo. Ellos me iluminarían y me llevarían de su mano. Dudé. Les dije que lo pensaría. Pero en realidad me han llevado. A partir de entonces he vivido sucesivos milagros, y se me ha permitido alcanzar una vejez venturosa.

Uno de los primeros, al regresar a Cali, fue saber que mi más cercano compañero, el escritor Elmo Valencia, quien se había topado con Buda en Tumaco y postulado el Nadaísmo-Zen, había encontrado durmiendo en el andén de su cubículo un niño rubio de 7 años de procedencia campesina, quien había abandonado su casa y llegado a la ciudad a engrosar las bandas de niños de la calle denominadas “gamines”. Elmo lo recogió, lo bañó, le compró ropa y lo adoptó como su mascota. Le dije que yo le podía enseñar a leer y escribir y me dijo que no. Que fuera su profesor de filosofía. Y así comencé a enseñarle quiénes eran Dios y el demonio, Aristóteles, Ulises, Dante, Kafka, King Kong, Santo, Pinocho, Batman y Supermán.

Por entonces el cuarto del Monje en un segundo piso era el refugio de los caminantes que venían del sur rumbo a México, y en las noches hacían tertulia con nosotros entre nubes canábicas, en un torrente de poesía improvisada que el niño recibía sin parpadear. Y así comenzó él también a disparar sus breves chispazos que deslumbraban a los iluminados, los que yo iba escribiendo en las blancas paredes. El que más estupor y admiración causó fue el que me dictó cuando le puse en tema de Dios: “Dios es grande como King Kong / Misterioso como el Enmascarado de Plata / Fuerte como Batman / Verraco como el Che Guevara”.

Tiempo después, cuando me preguntó dónde vivía King Kong, tuve la crueldad de decirle que no existía, ni el Santo, ni Superman, ni Caperucita. En medio de la desolación que le producía mi retahíla abrió desmesuradamente los ojos y me enfrentó: “¿Pero Dios sí existe, no es cierto? Porque lo que es a Dios si no me lo pierdo”. Esa frase me sirvió, tiempo después, para decirles a los señores del Club de Arriba que me acogía a la banda de y por Jesucristo. Y desde entonces me han llevado de la mano hasta aquí.

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